martes, 29 de octubre de 2013

A propósito de Alejandro Reino


A propósito de Alejandro Reino

por
 Carlos Gaviño de Franchy

Retratos imaginarios

Los dinteles de la muerte (2006)

La serie de infografías que con el expresivo, desconcertante y críptico título de Los dinteles de la muerte ha seleccionado para esta muestra el pintor Alejandro Reino constituye -quiero creer- un inventario amplio y fragmentado de su imaginario plástico.
Cuando vi por vez primera estas inquietantes composiciones gráficas recordé de forma inmediata un libro que fue compañero inseparable de juventud: Retratos imaginarios de Walter Pater. He releído ahora aquel estupendo texto y comprobado, no sin asombro, que en esencia permanecen aún sus enseñanzas inalterables y vívidas como el fresco aliento de los amigos y las amantes, entre las ruinas de mi memoria.
No alcanzo a discernir porqué estas imágenes eclécticas, lastradas con el lábil peso del recuerdo de lo bello, tienen la capacidad de transportarme de nuevo a aquellos estados emocionales en los que resultaba fácil confundir inteligencia con belleza, el ser con su retrato, la materia, en fin, con el espíritu, contribuyendo al trampantojo que ha hecho un unicum del arte y la existencia temporal.
En estos últimos tiempos hemos descarnado los lenguajes artísticos hasta tal punto que su inmemorial, inevitable y revisada cocina -ahora a la pàge y de autor-  nos deja frecuentemente ateridos de frío y más de una vez muertos de hambre.



Los dinteles de la muerte (2006)
Pater fue considerado en su época como un hombre encerrado en sí mismo, viviendo aparte con sus profundas meditaciones y sus intuiciones prodigiosas; amaba sinceramente, vitalmente la belleza, lejos de toda ambición. Sinceridad, y desprecio hacia la notoriedad1, son términos que definen la personalidad del crítico británico y que podrían ser aplicados también a la trayectoria de Reino, quien ha permanecido voluntariamente al margen del angustioso tráfico que entorna, como una milenaria maldición, la vida de los artistas.
Hace algunos meses, con motivo de la edición de su carpeta de obra gráfica Incisos, comentábamos: La infrecuente actitud mantenida durante toda su carrera por Alejandro Reino constituye un caso aparte, una excepción, pudiera decirse, en el comportamiento a veces habitual de no pocos artistas contemporáneos preocupados más por situar su obra en el mercado que por la búsqueda del sosiego necesario para realizarla en plenitud.
Citábamos en aquel texto a dos pintores: Balthus, el inclasificable hermano mayor de Pierre Klossowski, autor de una obra escueta y huidiza que sin embargo dejó una huella inalterable en la historia de la pintura de la centuria pasada, y Claudio Bravo, amigo íntimo de Reino durante la larga estancia de ambos en Tánger.



Los dinteles de la muerte (2006)
Los tres han permanecido alejados de los circuitos artísticos oficiales. Lejos de las presiones del medio artístico, su obra escudriñadora de la realidad y su representación, derivó en propuestas diversas pero hasta cierto punto paralelas y concomitantes. Ahora Reino suspende de momento el uso de los pinceles tradicionales de cerda para trocarlos por aquellos otros que la terminología informática denomina digitales, acercando aún más si cabe el instrumento a las manos del artista.
Los dinteles de la muerte, es decir, la parte superior en la que acaban esos espacios -puertas o ventanas- por los que se escapa el hálito de la vida reúne, configura y da cuenta nueva de un repertorio de temas familiar a la pintura representativa.
La ciudad ha sido revisitada por el artista empeñado en atrapar su escenografía arquitectónica como residencia del hombre. Frisos, fajas, cenefas, molduras simples y compuestas, atauriques y esgrafiados, pedestales y escalinatas sirven, como elementos decorativos, para fijar la presencia del ser humano en telones de fondo deslizantes que se desplazan como si los observáramos desde el interior de un vagón de ferrocarril.
Los ciudadanos, anónimos o públicos, o el resultado civil de la mezcla de ambos, vestidos o desnudos, han sido captados en actitudes diversas propias del habitante de la urbe.
Unos piensan ensimismados, otros pasean o beben o trabajan, tañendo instrumentos musicales, divirtiendo, celando, edificando. Alguno posa. Todos ellos comparten papel en la trama urbana con anteriores representaciones históricas o mitológicas de sí mismos por medio de la estatuaria clásica, y así observan a la secreta Esfinge, indagan en el busto de Baco, ven precipartse a El Ángel caído, o se acercan más o menos interesados a La Historia o a las Cuatro estaciones.



Et omnia vanitas (2010)
Otros elementos simbólicos frecuentes en la retratística del pasado: leones, canes, ánforas, escultura religiosa -en un caso La Verónica, con su doble carga metafórica- han sido convocados por el pintor a esta cita a ciegas con la historia del arte.
La serie deviene en un Manual de Composición. La ya larga experiencia pictórica de Reino le convierte en un consumado tramoyista. Nada escapa a su cuidado, la disposición de un bodegón, los ambientes insulares petrificados, las escasas referencias paisajísticas casi siempre referidas a la proximidad del mar, las cascadas de luz que santifican a algunos de los retratados impregnándolos de aura vivificante. Todo se halla hilvanado por el filamento de la madeja compositiva.
Las herramientas elegidas por Alejandro Reino para llevar a cabo esta obra le liberan de la tiranía artesanal del oficio pictórico. Largas jornadas de meticulosa paciencia se ven recompensadas ahora con la inmediatez del lenguaje empleado. Sin merma de la calidad en los resultados, esta aplicación nueva de sus conocimientos nos permite a sus seguidores admirar una propuesta más amplia. Se trata de la misma conversación, en otro idioma.

Et omnia vanitas (2010)
El tratamiento del retrato cobra una nueva dimensión en esta muestra. La imbricación de pintura, fotografía e infografía conforman un soporte diferente, una suerte de tejido escamoso en el que quedan prendidas las facetas menos conocidas de los cuerpos y su expresión múltiple y compleja. Esta combinación argumental y la maestría técnica que sobre los distintos lenguajes empleados ejerce Reino, concluyen en un discurso inteligente, culto, tan narrativo como poético, que sitúa al hombre -y al objeto de su representación: el retrato- en medio de la calle.
Reino ha logrado hacer transparentes las máscaras del Teatro Nô. Son, a un tiempo, seres presentados y representados. Llenos de ese contenido demasiado humano que todo buen fotógrafo quiere ver desbordarse en las pupilas de sus modelos.

Et omnia vanitas (2010)


Elogio del artista acabado

Cuando se aproxima el momento en que, según  lo proyectado, debe realizar la obra; coge inesperadamente un vericueto, y descubre que tiene infinitas bifurcaciones más.
Alejandro Reino.

El artista ha de moverse en el límite de los propios fines, entrever su finalidad última, para dar comienzo a la ejecución de la obra. En este sentido, poco debiera importar que su vida cotidiana se encontrara temporalmente en la adolescencia o en la madurez.
Pero cojamos el rábano por las hojas.
Nuestro entorno reciente ha sacralizado banalmente a la juventud y su fugaz y cegadora presencia. La confusión entre conceptos tales como belleza y sabiduría ha relegado al ostracismo, cuando no al olvido definitivo, la hermosura clásica del conocimiento empírico y a sus detentadores. Oscuros intereses vinculados a las esferas de la política y la economía, o escandalosamente relacionados con el ineludible atractivo sexual, han hecho posible que imperen la inexperiencia sufragada, el titubeo aplaudido, la estulticia alabada.



Et omnia vanitas (2010)

Cuando Giovanni Papini publicó Un uomo finito, orillaba la treintena del largo número de años que conformarían su existencia. Pero llevaba dentro un hombre dispuesto a vender cara su piel y que quería morir lo más tarde que fuera posible. Era ya un hombre acabado, terminado, dispuesto para acometer el gratuito esfuerzo de la realización de la obra de arte.
Casos como los de los poetas franceses Lautrèamont y Rimbaud o, entre nosotros, el de Félix Francisco Casanova, contradicen la validez de la experiencia como fuente de saber.
Frecuentes y atribuibles a ese estado combinatorio de gracia que ha dado en llamarse genialidad, la música nos ha proporcionado múltiples ejemplos de precocidad artística.
Constituyen, sin duda, inexplicables excepciones que justifican a Wilde cuando escribe generalizando y no sin cierta frivolidad:

Nada hay como la juventud. Los hombres maduros están hipotecados a la vida. Los viejos yacen arrinconados en el desván de la vida. Pero la juventud es la señora de la vida. La juventud tiene aguardándola un reino. Todo hombre nace rey, y la mayor parte mueren en el destierro, como muchos reyes.

De la misma manera que los seres humanos adquieren el dominio del habla por medio de la práctica, el lenguaje artístico precisa un ejercicio constante que implica un doloroso gasto de tiempo. Genialidades aparte, en las artes plásticas no es habitual encontrar obras sólidas realizadas desde la improvisación del púber desparpajo.



Et omnia vanitas (2010)

       Así hemos visto quemarse en el ardiente fuego de su impericia atropellada y arrogante, generaciones de jóvenes creadores desesperados, más pendientes de lograr la fama y el bienestar del nombre que en llevar a cabo el nada fácil trabajo que justificara esas circunstancias.
Alejandro Reino ha recorrido a la inversa los abruptos caminos de su ya dilatada carrera. Cuando pudo ejercer como artista prematuro optó por madurar discretamente en torno a aquellos otros que, estimulándolo, corroboraban su indudable valía. Si las modas aceradas imponían el ejercicio de la abstracción o la experiencia conceptual, Reino ahondaba por su cuenta en la figuración presentativa, alejándose de cualquier cómoda posibilidad de fácil aceptación general. La búsqueda de un amplio lenguaje propio implicaba la utilización de dialectos mal vistos por la crítica gobernante y eso le obligó a vivir, permanentemente, al margen de las corrientes plásticas oficiales, en su guarida intelectual hecha de viejos mármoles desnudos y bronces intemporales, pero también de crípticas imágenes plenas de inaprensible contemporaneidad. 
A diferencia de otros artistas inevitablemente apegados a la referencia momentánea, a trabajar por revistas, la de Reino es una obra llena de auténticas referencias cultas —de las que sin embargo abomina—, en la que prevalece el dulce desasosiego humanista. En su obra los aparentes dictados se tornan en leve señal indicativa.


Et omnia vanitas (2010)





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