lunes, 6 de enero de 2014

Media vida en Tenerife (I)


Media vida en Tenerife
por
Carlos Benítez Izquierdo
 

Joaquín González Espinosa: Tenerife. Güímar. Vista Parcial. Tarjeta postal. Ca. 1920. Colección del autor
Joaquín González Espinosa: Güímar. Tenerife. Chacaica. Tarjeta postal. Ca. 1920. Colección del autor

Cuando se tiene que desalojar un lugar a toda prisa, se trastoca todo su contenido y aparecen objetos que no recordábamos, o que ni siquiera sabíamos de su existencia. Eso fue lo que ocurrió cuando —con motivo de particiones y herencias que no merecen ser relatadas—, mi familia materna se vio obligada a abandonar la casa solariega que durante varias generaciones había venido disfrutando, con total tranquilidad, en la ciudad de Güímar situada al sudeste de la isla de Tenerife.

Sabedora de mi afición por las antiguallas, en medio de la natural vorágine que se produce en una gran casa medio desmantelada, me preguntó mi abuela:
— Los papeles del secretario ¿te los vas a llevar?
—¿A qué te papeles te refieres?, respondí sin saber de qué se trataba, pues creía conocer toda la documentación que con algún interés existía en la casa.
—Están en el sótano. Búscalos y ya te contaré.


George Graham-Toler: Tenerife. Ca. 1890. Colección particular
Me dirigí hacia allí y empecé a buscar en aquél caos de trastos y otros enseres. Aquello no podía estar más revuelto: parecía que mis tíos y primos hubiesen estado buscando el tesoro de manera desesperada. Baúles abiertos, cajas volcadas, atuendos centenarios, abanicos, aperos de labranza, revistas y periódicos de fechas remotas; todo por el suelo, sobre muebles…Era para volverse loco o abandonar la tarea. Sin embargo, cuando mi abuela aconsejaba hacer algo, rara vez lo hacía sin un buen motivo: aquella señora, pese a sus muchos años, seguía teniendo una memoria prodigiosa y jamás dejaría de sorprenderme, dado que yo creía conocer con exactitud todos los papelotes del archivo familiar.
Largas horas pasé rebuscando en el sótano de manera minuciosa, y ya lo iba a dejar por imposible —esta vez, le falló la memoria, pensé—, cuando detrás de una desvencijada cómoda vi asomar un bulto cubierto por una gruesa capa de polvo. Aparté un poco el mueble, tiré de él y descubrí que se trataba de una vetusta maleta de piel, con herrajes y cantoneras metálicos. Al abrirla, descubrí que estaba llena de documentación, tanto manuscrita como mecanografiada. Y también fotografías, muchas imágenes representado personas y lugares. Todo aquello debía datar de la década de 1920, como muy tarde.

Sosteniendo con fuerza mi nuevo tesoro, lo puse a buen recaudo hasta que al llegar a casa revisé todo el material de forma más concienzuda: aquello eran cartas y artículos, pertenecientes a una misma persona. Algunas estaban dirigidas a familiares y amistades, mientras que otras, aparentaban ser literatura de viajes, crónicas o relatos escritos expresamente para publicarse en revistas de la época, como La Ilustración Española y Americana, La Esfera o Blanco y Negro. Las fotografías eran muy numerosas, algunas de ellas ofrecían verdadero interés: vistas de poblaciones de Canarias, actos oficiales, homenajes, desfiles militares y por supuesto, las clásicas de parientes y amigos, algunas con floridas dedicatorias propias de la época. El conjunto se completaba con documentación más personal: hojas de servicio, credenciales, salvoconductos, cédulas de identidad…y todos ellos, al parecer fechados entre 1890 y 1927: era la vida de alguien encerrada en una maleta.

 Anónimo: Playa de Antequera. Ca. 1890. Colección particular
Días más tarde, mientras merendaba con mi abuela en la sala de su casa en Santa Cruz, me contó la historia de todo aquello: se trataba de los papeles de don Alfonso Filpes y Anduaga, que había sido secretario del Gobierno Civil —y mi remoto pariente por parte de padre— entre 1913 y 1927. Llegó a ser —según me dijo— íntimo amigo de su padre. Tanto es así, que cuando contrajo tuberculosis, vino a pasar por recomendación facultativa, la última etapa de su vida en la casa familiar del valle, donde falleció.

Mi abuela guardaba pocos recuerdos suyos: murió cuando aun era muy niña y, al ser una dolencia que se consideraba contagiosa, no le permitían acercarse a las estancias de la casa en las que habitaba. Sin embargo, alguna vez burló la vigilancia doméstica —como todos los niños, ante una prohibición de los mayores— observándolo escondida tras un mueble: lo describió como un hombre alto, de facciones finas, con unos rasgos atractivos aún cuando la enfermedad había hecho mella en su rostro, elegante en el vestir y en la forma de conducirse.
Leyendo y releyendo estos papeles, y añadiendo datos sacados de libros actuales; este es el relato del paso de don Alfonso por nuestra tierra.
 Santa Cruz de Tenerife, 10 de diciembre de 2013.




Capítulo 1: Llegada a Tenerife. El litoral de Santa Cruz

17 de marzo de 1913

Después de casi tres días de navegación zarpando del puerto de Cádiz con algo de marejada, por fin, desde el vapor “Reina Victoria Eugenia” avistamos la isla de Tenerife, tomando la enfilación de la punta de Anaga.
El buque, de nueva construcción, pertenece a la naviera Trasatlántica. Es este su viaje inaugural y está adscrito a la línea de Buenos Aires, haciendo escalas en Tenerife, Montevideo y, por último, la capital argentina. Junto con su gemelo el “Infanta Isabel de Borbón” constituyen el orgullo de la Compañía [1].

Juan Hélhe: San Andrés. 1925. Fondo Ossuna. Archivo Municipal de La Laguna
Por fin, a mis treinta y cinco años, iba a conocer la tierra donde nacieron mis padres y abuelos. Hijo de militar destinado a Ultramar, he pasado la mayor parte de mi vida en aquellos territorios como funcionario de la Administración del Estado: primero en Filipinas, donde nací y transcurrió mi infancia y, posteriormente en La Habana, en la cual viví mis mejores años. Obligado por las tristes circunstancias del 98, hube de abandonar la isla y pasar a prestar servicio en la capital del reino. Añorando habitar en un territorio próximo al mar, al fin pude conseguir destino como secretario del gobernador civil de Tenerife, gracias a la influencia de mi buen amigo el conde de Leyva, rector de la Universidad Central. Por toda recomendación, me ha dado el señor conde una carta de presentación para el doctor don Juan Bethencourt Alfonso, con el cual sostiene desde hace años una relación epistolar, al ser un reputado arqueólogo y antropólogo. Aparte de este contacto social, espero hallar a mis parientes, que a buen seguro alguno debe quedarme en aquella ciudad.

Afortunadamente, hacía un día claro que permitía apreciar la isla en toda su grandeza, mientas nos acercábamos al macizo de Anaga y a sus roques homónimos. Más lejos, la costa norte con el exuberante valle de La Orotava y, sobre todos ellos, el pico del Teide, volcán que es el techo de la isla y máxima altura del país. Esta parte del territorio al cual nos aproximamos es muy abrupta. La costa está formada por altos acantilados y profundos barrancos que en la vertiente sur reciben el nombre de valles: Igueste, San Andrés, El Bufadero, Seco, Tahodio…

Juan Hélhe: Playa de Roque Bermejo. Anaga. 1925. Fondo Ossuna. Archivo Municipal de La Laguna
Juan Hélhe: Roque Bermejo. Anaga. 1925. Fondo Ossuna. Archivo Municipal de La Laguna
Juan Hélhe: Roque Bermejo. Anaga. 1925. Fondo Ossuna. Archivo Municipal de La Laguna

Llama poderosamente la atención del viajero el fuerte contraste de la vegetación: muy verde y abundante en la cara norte de la isla y escasa en la del sur, que presenta un aspecto árido. Esto es a causa de la altura de sus montes, que retienen en la parte septentrional casi toda el agua que traen los vientos alisios.

Conforme nos íbamos acercando, variamos el rumbo para dirigirnos a Santa Cruz, dejando la punta de Anaga por la banda de estribor.
                                                                                               

 Joaquín Marti: Servando Hernández-Bueno y Hernández
1914. Colección del autor
El señor Hernández-Bueno, joven caballero procedente de la villa de Güímar con el que trabé amistad durante la travesía, me explicaba el paisaje que veíamos desde cubierta.

En primer lugar, el faro situado en dicha punta que fue construido en 1863 y se encuentra próximo al llamado Roque Bermejo. Se le considera dentro de los de primer orden, teniendo su luz un alcance de dieciocho millas [2]

Pasando a la vertiente sur del macizo, encontramos sobre un promontorio conocido por El Roquete, el semáforo de Anaga. Este tiene la función de avisar en Santa Cruz —mediante señales del código de navegación— acerca de la llegada de navíos y las características y nacionalidad de los mismos. Este semáforo, construido por el Estado a finales del siglo pasado, vino a sustituir a otro que instaló en la zona la naviera inglesa Bruce & Hamilton en 1886 [3]. Anteriores a éstos, estuvieron las atalayas —situadas en varios puntos de Anaga— que se comunicaban mediante hogueras. Tal y como me indicaron, el semáforo consiste en un gran mástil con cruceta en el cual se sitúan las banderolas que conforman los avisos.

Tiene su equivalente en Santa Cruz —al cual está conectado por telégrafo—, en lo alto del castillo de San Cristóbal, que actualmente es la sede del Gobierno Militar. Esta fortaleza cuenta no sólo con otro mástil, sino también con una campana que avisa de la llegada de los buques mediante determinados toques, cuyo significado conocen las navieras y otras casas comerciales interesadas en el tráfico marítimo.

Junto al semáforo de Anaga, en fin, existe una vivienda para el torrero y su familia, a la cual se accede mediante un abrupto camino que parte desde Igueste de San Andrés, pequeño pago situado en las proximidades.
 Aurelio Pérez Zamora: Sor Milagros o Secretos de Cuba. Imprenta de Félix S. Molowny. Santa Cruz de Tenerife, 1897
Maximiliano Lohr Rolle [Fotografía Alemana]: Aurelio Pérez Zamora. Ca. 1897. Colección Antonio Barbero

Dejando atrás Igueste, el siguiente hito sobre el cual llamaron mi atención fue una pequeña casa situada, cercana a la costa, donde llaman El Balayo. Dicha construcción, que pertenece a don Sebastián Cifra desde una fecha tan remota que él mismo no recuerda [4], está asociada al célebre bucanero Ángel García, conocido como Cabeza de Perro. De éste personaje, nacido en la isla, no se sabe bien si en Los Realejos o en el propio Igueste de San Andrés, se cuentan multitud de historias que casi podría decirse que forman parte de la leyenda. En 1897, don Aurelio Pérez Zamora, publicó la novela Sor Milagros o Secretos de Cuba en la que narra de manera novelesca la vida de este individuo.

Cercana a la “Casa del Pirata”, un poco más abajo, estaba la llamada con los años Cueva del Agua por el manantial que fluye dentro, y es aún accesible en las resacas. En más de veinte pipas se ha calculado su producción por día, siempre de un agua cristalina, exenta del más leve gusto a sal [5]. Aquí se supone que hacía la aguada Ángel García para su barco “El Invencible”, durante las temporadas que pasaba en la isla, habitando en dicha casa, al resguardo de miradas indiscretas.

Un poco más adelante, reparamos en un valle bastante amplio, con un pequeño núcleo de casitas blancas situadas junto a la mar. Al preguntar a mi acompañante por aquél lugar, me respondió que se trataba de San Andrés, barrio de pescadores ubicado en el valle del mismo nombre que anteriormente se llamó de Las Higueras. Al pronunciar este nombre, me vino a la mente la descripción que de él hace el doctor Verneau: San Andrés es el primer valle [partiendo desde Santa Cruz] que posee agua y, en consecuencia, el primero que está cultivado. Contiene un pequeño pueblo habitado por gente poco hospitalaria: me vi obligado a pasar la noche en una cueva [6]. También recordé lo que escribió este mismo autor sobre la carretera que da acceso a esta población; que observándola con detenimiento, parecía como una delgada serpiente reptando por los riscos costeros: Se pueden figurar una serie de subidas y bajadas de tal forma escarpadas que se está tentado, muchas veces, de agarrarse a las rocas para no caer. De vez en cuando, unas pequeñas cruces de madera señalan el paso más malo. No vayan a creer que estas cruces fueron colocadas allí con el simple objeto de asustar al viajero: se colocan cuando un desgraciado ha sido víctima de un accidente mortal. Por el número de estos mojones kilométricos de nuevo género, es fácil darse cuenta de cuántos pobres diablos se han roto el cuello en el camino real que recorrieron [7] . De todas formas, es mi parecer que el testimonio de este autor debe tomarse con reservas: según sus descripciones, Santa Cruz es una ciudad en la que no se encuentra nada bueno y lo mejor que puede hacer el viajero es marcharse de allí. Esto contrasta fuertemente con los relatos de otros visitantes que han escrito sobre su estancia en esta población, y que yo he procurado leer para informarme.

Dulce María Loynaz: Un verano en Tenerife. Aguilar. Madrid, 1958
Teodoro Ríos: Dulce María Loynaz. Boceto. Colección Santiago Ríos

Tengo ante mí la vista panorámica de la capital de la provincia: una población enclavada junto al mar, que se va deslizando por la suave pendiente que conforma su orografía. La silueta de sus claros edificios ve interrumpida su monotonía por las torres oscuras de las iglesias de La Concepción y San Francisco, la chimenea de ladrillo de la central eléctrica y, algo más alejadas de la población, las cuatro torres metálicas de la Compañía Nacional de Telegrafía sin hilos, que parecen esbeltos centinelas guardando la ciudad. Estas instalaciones, adscritas a la Compañía Marconi, se construyeron entre 1909 y 1911 [8] y en Canarias existe otra semejante en la localidad de Melenara, en la vecina isla de Gran Canaria. Y delante de todas estas construcciones, su muelle: alma y motor de Santa Cruz por el abundante tráfico marítimo, al que sus vecinos deben tanto la pujanza económica de la que han gozado, como las terribles que ocasionalmente los han diezmado. Él fue la causa de haberle arrebatado la primacía insular a La Laguna y ser hoy aquel antaño humilde puerto capital de la provincia. Esto último ha provocado gran contrariedad en la vecina ciudad de Las Palmas, quien con razones de peso reclama para sí ser cabeza de esta región, alegando también motivos crematísticos: todo esto ha originado el llamado pleito insular, que desde 1808, viene provocando no pocos revuelos y quebraderos de cabeza en ambos lugares.

Cuando ya estábamos cerca del puerto, oímos una gran explosión, seguida de una enorme polvareda en una montaña próxima al litoral. Le pregunto al señor Hernández-Bueno qué ocurre y me responde que se trata de una voladura. Esa prominencia, conocida como La Jurada, es la cantera de la cual se obtiene la piedra necesaria para la construcción de los muelles. Como anécdota, me refirió que el 29 enero de 1904, hubo […] fiesta y regocijo, por haberse colocado en La Jurada 50 toneladas de pólvora y 65 kilos de dinamita, para conseguir de una sola vez las 300.000 toneladas de escollera que se necesitaban […]. La voladura fue un espectáculo muy concurrido: hubo vino español, y la carretera de San Andrés se quedó durante algún tiempo interceptada por los escombros [9].

René Verneau: Cinc années de séjour aux Iles Canaries. A. Hennuyer. París, 1891
Teodoro Maisch: René Vernau. Ca. 1900. Colección particular


La Jurada no es el único lugar del que se ha obtenido la materia prima para las obras del puerto: primero se extrajo —con autorización del mando militar— de una pedrera situada entre el muelle y el castillo de San Pedro. Agotada hacia 1860, tres años después se eligieron los riscos de Paso Alto como nueva cantera: estuvo en activo hasta 1904 y llegó a funcionar conjuntamente con La Jurada, que empezó a explotarse en la década de 1880 [10].

Para agilizar el transporte del material desde su origen hasta pie de obra, se utilizan vagonetas sobre raíles: las primeras eran de tracción animal, pero en octubre de 1890 se celebró con brindis y discursos la llegada de la locomotora de vapor “Añaza”. Esta máquina; que actualmente transporta la piedra hasta las zonas donde se construye, se desplaza sobre una vía cuya instalación duró cinco años [11].

George Graham-Toler: Santa Cruz de Tenerife. Ca. 1890. Colección particular

Mientras departíamos sobre este asunto, el barco aminora la marcha: nos estamos acercando a nuestro destino y se aproxima la falúa del práctico, don Agustín Barbuzano, que nos guiará hasta el punto designado para el fondeo de vapores trasatlánticos, hacia el centro de la rada. Este marino, cuenta con un largo historial en la mar y debido a su edad tiene pensado pedir la jubilación en breve.
Dirigiéndonos a dicho lugar, reparo en los trabajos de prolongación del dique sur. Las ampliaciones del muelle de Santa Cruz han sido largas y costosas. En 1887 se recibió la primera grúa de nombre Titán, fabricada en Alemania por Krupp y que ha supuesto un gran avance en la construcción de las escolleras, gracias a la enorme ventaja que supone poder depositar los bloques de piedra —de hasta treinta y cuatro toneladas— en el fondo del mar a una profundidad de quince metros [12]. Pero a pesar de todo esto, e incluso de la creación de la Junta de Obras del Puerto en 1907, los trabajos se desarrollan con lentitud, contribuyendo a la consiguiente frustración de los tinerfeños. Los técnicos tropiezan con obstáculos y dificultades, como son las ingratas condiciones naturales de la propia bahía: la prolongación del dique tropieza rápidamente con los grandes fondos marinos, que no sólo dificultan y aumentan los costes, sino que a veces imposibilitan los trabajos a causa de las pronunciadas pendientes del lecho. Se calcula en más de medio millón de metros cúbicos la piedra que se ha tirado al mar para servir de base a la escollera y que no aparece por ninguna parte, al haber rodado hasta perderse en las profundidades [13]. Desde hace muchos años, es habitual la imagen de una boya —la baliza de entrada al puerto—, que señala el lugar de la futura terminación del espigón y que sirve de guía a los obreros que se ocupan de su construcción.
Y para terminar con este asunto, me refiere el señor Hernández-Bueno una curiosa anécdota: en esta extensa parte del dique, la línea de atraque alcanza una profundidad superior a los treinta metros en algunos puntos, cuando diez serían más que suficiente para los trasatlánticos. Quizá sea éste uno de los puertos más profundos del planeta. Si añadimos que la obra sumergida debe hacerse con una sección tronco-piramidal, la cantidad necesaria de material de construcción se multiplica de manera desmesurada. Conocedora de esta circunstancia una dama de la familia real —tal vez una infanta—, en visita oficial a Santa Cruz, al preguntársele por la impresión que le causaba el muelle comentó:
—¡Ah, pero si es de piedra!
Sonriendo por el desconcierto que provocó su simulada admiración aclaró:
—Lo creía de plata por lo que lleva costado [14].

 Maximiliano Lohr Rolle [Fotografía Alemana]: Santa Cruz de Tenerife. Ca. 1900. Colección Manuel Martínez-Ball. Londres

Conversando sobre estos temas, hacía rato que oíamos unas voces que nos llamaban, algunas de ellas en un inglés curiosamente macarrónico. Miramos hacia abajo y vimos varios botes navegando junto al costado del vapor, con la intención de ofrecernos la mercancía que transportaban y luego subir a bordo: son los cambulloneros. Estos hombres son los que desempeñan el oficio del cambullón, que consiste en ofertar productos locales y adquirir los foráneos que viajan en las gambuzas de los barcos: se llevan a cabo estas operaciones bien mediante la compraventa o el trueque. El origen de la palabra cambullón parece proceder de la deformación de la frase inglesa can buy on? que utilizan para conversar con los tripulantes y pasajeros de los navíos. Los cambulloneros además, a fuerza del trato comercial con los británicos, han desarrollado una especie de jerga conocida como pichinglis que tiene su origen en neologismos y expresiones con base anglosajona junto a palabras del español, y que le sirve a esta buena gente para el entendimiento en sus operaciones comerciales.

Anónimo: Faro de Anaga. Autoridad Portuaria de Tenerife
Inicialmente, este oficio —diferente al de contrabandista—, se realizó sin ningún tipo de control por parte de la autoridad. Sin embargo, con el tiempo y desde 1842, la actividad comenzó a regularse seriamente por medio de normas y listas de precios en varios idiomas, con el fin de evitar el pirateo y el contrabando con el que había comenzado el cambullón. Se concedieron así permisos especiales, cédulas refrendadas por los propios capitanes de los barcos que permitían la subida a bordo para la venta de mercaderías. En el ámbito judicial, existe un acuerdo acerca de esta actividad, en el sentido de que no interfiera ni perjudique los intereses comerciales de la localidad.
Organizados en grupos denominados compañas, los cambulloneros parten del muelle de Santa Cruz antes del amanecer, para esperar a los barcos en la rada y poder subir a bordo previa llegada de los de la comandancia de Marina. Cuando hemos fondeado y parado motores, han lanzado sus cabo-ganchos por los que ascienden hasta la cubierta con una agilidad que para sí quisieran muchos acróbatas. Una vez en ella, han comenzado su negocio: ofrecen productos agrícolas del país, mantelerías y colchas con las labores del típico calado canario, pájaros y otros animales y por supuesto puros y cigarrillos de fabricación canaria [15].
Aunque los principales clientes del cambullonero son los tripulantes de los barcos, tampoco escapamos de sus miras los pasajeros: así, como buen fumador, terminé comprando un mazo de coronas de la fábrica Colón. Una de las cosas que más añoro de La Habana es el poder saborear buen tabaco a precios asequibles. No obstante, se me ha asegurado que en Tenerife, Gran Canaria y La Palma existe una próspera industria tabaquera cuyas labores son muy apreciadas por los fumadores.
Transcurrida una media hora, se aproximan al barco unas falúas que conducirán al muelle, tanto a los pasajeros que nos quedamos en Santa Cruz, como a nuestros equipajes. Una vez abarloadas al costado del barco, nos despedimos del capitán y oficiales y descendemos por la escala hasta la falúa correspondiente. El pobre señor Hernández-Bueno, propenso al mareo, no ve la hora de tocar tierra. Cuando la embarcación completa el pasaje y otras se llenan de baúles, ponemos proa al embarcadero, punto final del viaje.





[1] Perdomo Alfonso, Manuel y Padrón Albornoz, Juan Antonio: El puerto de Santa Cruz de Tenerife a través de su historia. Santa Cruz de Tenerife. Ed. Junta del Puerto, 1982.
[2] ABC de las islas Canarias. Guía práctica ilustrada. Santa Cruz de Tenerife, imprenta de A. J. Benítez. Segunda edición, 1912.
[3] Guimerá Ravina, Agustín: La Casa Hamilton. Una  empresa británica en Canarias. 1837-1987. Santa Cruz de Tenerife, 1989.
[4] Loynaz, Dulce María: Un verano en Tenerife. Madrid, ed. Aguilar, 1958.
[5] Loynaz, Dulce María: Op. cit.
[6] Verneau, Renée: Cinco años de estancia en las islas Canarias. La Orotava, ed. J. A. D. L., 5ª edición, 1996.
[7] Verneau, Renée: Op. cit.
[8] Dávila Dorta, Francisco: La radio del Titanic. En ://marenostrum.org/buceo/pecios/titanic/radio/.
[9] Cioranescu, Alejandro: Historia del Puerto de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife. Gobierno de Canarias. Madrid, 1993.
[10] Cioranescu, Alejandro: Op.cit.
[11] Cioranescu, Alejandro: Op. cit.
[12] En 1893 se adquirió —con idéntico fin que la primera— una segunda grúa Titán, esta vez fabricada en Inglaterra por Jessips & Appleby Brothers.
[13] Cioranescu, Alejandro: Op. cit.
[14] Peraza de Ayala, Trino: Alrededor del mundo, navegando. Madrid, Gráficas Bachende, 1976.
[15] García, Carlos: Estampas isleñas. Evocaciones, apuntes y reseñas históricas de Canarias. La Laguna, Centro de la Cultura Popular Canaria, 2004.





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