miércoles, 18 de septiembre de 2013

Excursión al Teide










En agosto de 1927 un grupo de excursionistas, entre ellos varios sacerdotes, escalaron el pico de Tenerife. Resulta significativo que fuera la primera vez que un obispo ascendiera las pendientes laderas del Teide y dijera misa en su cima, durante su pontificado, pero más curioso aún se nos antoja el hecho de que uno de sus acompañantes, con el paso del tiempo, se convirtiera en sucesor de éste como prelado de la diócesis nivariense, el primero nacido en la isla de Tenerife, y acaso el más querido de cuantos han portado el báculo de San Cristóbal.
Los relatos de la ascensión, debidos a las plumas de sus dos principales protagonistas, y unos cortos datos biográficos de los mismos, componen este trabajo.




Excursión al Teide
Una misa a tres mil setecientos metros de altura
por
Fray Albino G. Menéndez Reigada, obispo de Tenerife
 Librería y Tipografía Católica. San Francisco, 7. Santa Cruz de Tenerife, 1927.

 I


Alfredo de Torres Edwards: 
Fray Albino González Menéndez-Reigada
La idea de subir al Teide me bullía en la cabeza, acompañada de un eficaz propósito, desde que llegué a Tenerife. Siempre me encantaron estas excursiones, y desde Peña Ubiña a Siete Picos, y desde el Velino al Righi y al Pilatus, son muchos los picachos, más o menos famosos, desde cuya altura bendije a Dios, entusiasmado y anegado en profundas emociones.

Pero, ¿quién no siente, desde las profundas y más nobles reconditeces del alma, el instinto y la atracción de las alturas?... Fuimos creados para subir; y la vida, según su concepto cristiano, ha de ser, mejor todavía que un progreso, una ascensión. Ascensión con el espíritu, ciertamente; pero hay en el fondo de nuestra psicología una relación tan íntima entre las cosas del espíritu y las de la materia... Cristo, Señor nuestro, amaba con especial predilección los montes y las alturas. A los montes solía refugiarse para orar. ¿Por más solitarios tan sólo? Ciertamente que no; no sólo por eso, pues la misma soledad se encuentra en los apartados valles o en las llanuras del desierto solitarias. Algo más tiene el monte para atraer. ¿Amplitud? ¿Pureza? ¿Magnificencia? ¿Dificultad? ¿Simbolismo? ¿Fantasía?...

Y por citar sólo otro ejemplo de ahora, ¿quién no sabe que el Papa, que Dios guarde, era un entusiasta y audaz alpinista; y que sobre excursiones y alpinismo ha escrito diversos trabajos, recientemente coleccionados en un hermoso volumen; y que, acaso, uno de los sacrificios que en su prisión vaticana tiene que ofrecer a Dios es el no poder, de cuando en cuando, subir a las alturas a saturar de ozono purísimo sus pulmones y tonificar a la vez sus músculos, sus nervios y su espíritu?...

El Teide me atraía ciertamente; pero me atraían mucho más los pueblecillos todos de mi Diócesis. Y por esto, mientras quedase uno solo de esos pueblecillos que no hubiese recibido mi visita, no había que pensar en ninguna otra clase de excursiones. Mas el momento llegó al fin. Recogidas ya de pueblo en pueblo, y de aldea en aldea las palpitaciones de todos mis diocesanos, era preciso ascender a ese soberano pedestal, donde, muy por encima de las nubes, parece asentarse, como en su trono, la Majestad de Dios Omnipotente, y ofrecerlas allí, amasadas con el pan bendito, que en el Cuerpo de Cristo se transforma, anegadas y vivificadas en el sagrado cáliz, en que se inmola la Sangre del Redentor, para rescate y vida nuestra, sobre la cumbre de otro monte derramada.

Llegó el momento al fin. Y ese momento preciso venía a caer en las proximidades de la Asunción de la Virgen, Nuestra Señora, Patrona de mi pueblo; misterio también simbólico, gloriosísimo y lleno de luz y de hermosuras, que nos invita a subir, a subir sin término, para acercarnos a Dios; para que el sol, más próximo y más radiante en las alturas, nos invada y nos esplendore, como a nuestra Madre María; para que la luna llena, purísima, disipe nuestra tiniebla, nos sostenga, nos levante, nos aureole...


II

Excursión de fray Albino a la galería de agua del barranco del Río, Güímar, en compañía de don Domingo Pérez Cáceres, párroco, 
don Servando Hernández-Bueno y Hernández, don Manuel Delgado y el padre Ramón de Candelaria, entre otros. 1927
Todo está ya preparado y calculado; y es preciso que todo se vaya ejecutando según programa. A las seis de la mañana del 16 de agosto (hora natural), en punto, subíamos en nuestro automóvil cinco excursionistas, a la puerta del Palacio Episcopal de La Laguna. El sexto excursionista nos había de esperar en La Orotava. Era muy conveniente este número por razones que luego se irán viendo. De otro modo nuestra comitiva hubiera sido muchísimo más numerosa.

La ciudad de La Laguna, siempre tranquila y señorial, siempre pulcra y elegante, comenzaba a despertar apenas en aquella mañana tibia de mitad de agosto. Sólo algún sacerdote, alguna piadosa señora o algún trabajador, transitaba de cuando en cuando por las calles, sin alterar su silencio. Ni tranvías, ni automóviles, ni comercios o tiendas abiertos, ni pregones callejeros, ni grupos de curiosos, ni turistas de mirada errante, mancillaban en aquel momento, con su nota prosaica, la sacra veste inmaculada de la hija nobilísima de los Adelantados.

Sin rascacielos ni chimeneas, sin construcciones de cemento ni fachadas “decoradas” de estuco y escayola, sin afeites ni postizos ni polvo ni humaredas, parecía en aquel momento la veneranda capital mucho más hermosa, al recibir los primeros besos, que, apenas salido de entre las espumas del mar, le enviaba el sol naciente. Sus patios, semi andaluces, presentaban más diáfanas sus frondosidades y más frescas y lozanas las variadísimas flores de sus innúmeras macetas. La arquitectura de sus casas y palacios precisaba mejor sus sobrias y elegantes líneas. El mismo que abandonábamos, y que tan dignamente puede figurar entre los soberbios edificios platerescos de Úbeda o Salamanca, aparecía entonces revestido de un especial encanto.

Por la recta y limpia y bien adoquinada calle de San Agustín partió nuestro automóvil, casi sin ruido. Iglesia del Hospital, iglesia de San Agustín, Instituto, con su plazoleta y sus enramadas... ¡rinconcitos de Alcalá de Henares!, pero estos de La Laguna mucho más limpios y aseados. Y luego... ¡Ah!, pero el extremo de la calle de San Agustín y los alrededores de la iglesia magnífica de la Concepción, son de los más lindos rincones que puede presentar ciudad alguna.

Aquellas vetas de flores bordeando las aceras; aquellos pintados arbustos, tan floridos, que con sus hojas y sus pétalos le acarician a uno al pasar, obligándole a encogerse al suave rozar de la caricia, como para no lastimarles o ajarlos demasiado: ¡tan intactos y frescos aparecen aun en medio del continuo transitar de las gentes! Aquellos ibiscos, con sus flores rojas sangrantes, como corazones desgarrados! ¡Aquellos tan originales arbolitos de Flor de Pascua!...

¡Las graciosas casitas bajas, algunas casi perdidas y ocultas entre el follaje! ¡La severa mole del suntuoso templo, con su torre alegre y "juvenil" y llena de esbeltez, sin terminar, como si estuviese creciendo todavía, como pidiendo nuevas ascensiones; que, sin perder un ápice de su severidad y como queriendo bordar su antiguo manto con geranios y claveles, se empeña de continuo, cual si por delante pasara una procesión del Corpus, en arrojar flores y enramadas por todos sus ventanales!... ¡Todo esto es lindísimo,. incomparable!...

Pero a prisa, a prisa, que el Teide nos espera allá muy lejos.


III

Al llegar por encima del Calvario y dejar las últimas casitas de la ciudad, vímosle asomar su piquito, con líneas muy precisas, por encima de los montes de La Esperanza. La mañana está muy clara. ¡Bendito sea Dios, y el glorioso San Vicente Ferer, el Santo más milagroso de la Iglesia, a quien, como siempre, he encomendado el éxito del viaje!

Al llegar a Los Rodeos nos envuelve una neblina tenue y fresca, que agradecemos, pues ya comienza el sol a hacernos poca gracia. Es el punto más alto de la carretera; una gran llanura, en que pasamos del Sur al Norte de la isla. La carretera por esta parte es lindísima, y bastante recta y asfaltada, semejando una gran avenida de amplias curvas, envuelta en frondosidad, velada ahora por la neblina y llena de misterio.

Bien pronto comenzamos muy suavemente a descender hacia Tacoronte. La neblina sigue acompañándonos, unas veces compacta y otras deshecha en amplios jirones, dejándonos por instantes contemplar, en indescriptible panorama, casi todo el Norte de la isla. Salen del mar estos jirones de niebla, y parecen no tener otra misión, que defendernos del sol —pues nos van siguiendo y amparando—, y poner una nota más de hermosura en este hermosísimo paisaje

Joaquín González Espinosa: El Teide desde La Victoria. Ca. 1920
¡Ladera de Tacoronte, del Sauzal, de la Matanza y la Victoria y Santa Úrsula! Ladera que desde el mar va subiendo con suavidad hasta el filo de la cordillera, de unos dos mil metros de altura; ladera toda salpicada de casitas blancas, muchas, muchas casitas blancas, o rosadas o pintadas de verde claro; porque aquí los pueblos no forman núcleo cerrado de población, sino que cada campesino tiene su casa en su hacienda, y en su hacienda cuanto necesita o puede serle útil: huerta, viña, tierra de labor, árboles frutales, palmeras, algún ciprés, algún castaño, algún pino copudo...; ladera de Tacoronte a Santa Úrsula que al ir llegando a la altura, como por tupida cabellera, te cubres con espeso bosque de pinos. ¡Ladera de Tacoronte a Santa Úrsula, qué hermosa eres!...

El Teide hacia la izquierda se va agrandando más y más. Algunos, muy raros, jirones de niebla o nube proyectan sobre su manto movibles sombras. Ya nada se interpone entre su magnífica mole y nuestra pupila.

La línea mayestática de su estatura de coloso aparece ininterrumpida en su carrera sin igual de cerca de cuatro mil metros, desde su arranque en el mar hasta la cúspide. ¿Qué otra montaña en el mundo conserva así visible y sin interrupción la línea o magnitud total de su estatura?... ¿Qué otra montaña en el mundo brota así gigante de lo profundo del mar, sin necesitar apoyo, ni pedestal ni tolerar rivales a su lado?...

A lo lejos, emergiendo apenas de entre las brumas del mar, frente a nosotros o un poco hacia la derecha, según la dirección de la carretera, marca sobre el horizonte su silueta cóncava la isla de La Palma, tan llena de bellezas, tan evocadora de gratísimos recuerdos.

Sigue nuestro automóvil avanzando... Súbitamente un ¡aaah! de sorpresa y admiración se escapa de nuestros pechos. Sorpresa y admiración centenares de veces experimentada en este mismo sitio y centenares de veces con la misma y siempre nueva intensidad y agrado repetida. Llegamos al "Balcón de Humboldt", desde donde se divisa, sin previo aviso, y en toda su magnificencia, el grandioso Valle de la Orotava. Balcón de Humboldt le llaman, porque éste infatigable viajero, que había contemplado las bellezas de medio mundo, al llegar aquí, cayó al suelo de rodillas bendiciendo a Dios, que había creado en la tierra tanta hermosura, y dándole gracias por haberle concedido el favor de contemplarla.


IV
Anónimo: El valle de La Orotava con el Pico del Teide. Ca. 1920
El Valle de la Orotava, es una depresión enorme, limitada hacia oriente y occidente por dos murallones colosales, el de Tigaiga y el de Santa Úrsula, desde cuya altura le contemplábamos; y que desde el mar va subiendo con su declive, muy suave, hacia la altura, hacia Las Cañadas del Teide. Tiene de anchura de seis a ocho kilómetros, y de altura perpendicular dos mil metros, es decir, otros ocho o diez kilómetros de camino, dada la suave pendiente conque se desarrolla.

Tiene tres núcleos fuertes de población, que son: junto al mar, el “Puerto de la Cruz” o del Orotava, como decían los antiguos, población ésta de más de ocho mil almas, muy blanca y muy riente y muy “apretadita" en sus construcciones, para que el mar bravío, que de continuo la envuelve con sus encajes finísimos de espuma, no pueda abrir brecha en ella y comérsela a "besos", poco a poco. Los principales hoteles de la isla están allí, como el Martiánez, con su jardín lindísimo sobre el mar, y el magnífico Gran Hotel Taoro, sobre una hermosa colina y punto estratégico incomparable para dominar el Valle entero, en el conjunto maravilloso de su espléndido panorama.

En el centro del Valle, a muy cerca de cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, envuelta en frondosidades con los fuertes macetones de sus jardines, destacando sus construcciones poderosas de antiguos conventos y palacios y casas señoriales, está la "Villa de la Orotava" o simplemente "La Villa", como desde antiguo se la viene por antonomasia llamando. Tiene catorce mil habitantes; y es, junto con La Laguna, el solar principal de la Nobleza de la isla. Sus antiguas casonas solariegas le dan un aspecto mayestático y señorial, que nos hace recordar a Santillana del Mar o a Baeza, en la Península, aunque sin la roña ni el abandono de estas dos últimas nobilísimas ciudades. Tiene muchos y muy hermosos jardines; y las flores, con una profusión maravillosa, parecen invadirlo y esplendorarlo todo. Las calles son en general muy pendientes, a diferencia de las de La Laguna, que son llanísimas; y por esto resaltan mucho más y tienen más perspectiva los tapices, hechos con pétalas de flores sobre el pavimento, a lo largo de las calles por donde pasa la procesión, en las celebérrimas Fiestas del Corpus Cristi.

Menos reconcentrado ciertamente; que estas dos antedichas ciudades; hay otro tercer núcleo de población hacia el extremo occidental del Valle, recostado ya sobre el murallón de Tigaiga, que por esa parte lo limita; y se llama Los Realejos, por haber asentado allí sus "reales" las tropas españolas; mandadas por Benítez de Lugo, y frente a ellas, las de los Menceyes guanches, para tratar de paz y convenir las cláusulas de la anexión a España y de la consiguiente pacificación total y definitiva de la isla. Entre los dos Realejos, Alto y Bajo, que vistos en conjunto forman una sola masa de población, vienen a contar unos doce mil habitantes.

Aparte de otros poblados más pequeños, como "La Cruz Santa", "La Perdoma", "La Luz" y algunos otros, el Valle todo está salpicado de casas blancas de toda especie y categoría; desde la espléndida villa o quinta del potentado inglés (o español a veces), envuelta entre jardines paradisíacos, como El Drago, La Paz, Risco de Oro, y tantos y tantos otros, hasta la casita humilde del labrador o del colono, que desde ella cómodamente trabaja y cuida su pequeña hacienda. Hacia el mar, por lo común, abundan más las fincas señoriales; y subiendo hacia la montaña las de los trabajadores.

Tres zonas generales de cultivo se distinguen también perfectamente en el Valle, según la diversa altura. La primera a partir del mar, es de plátanos, la extraordinaria riqueza no sólo del Valle, sino de la isla entera. Baste decir que una hectárea de terreno en esta zona, bien preparada y con el agua suficiente, puede llegar a valer hasta ciento veinte mil pesetas en ciertos casos; y que desde luego en esta zona suele el terreno producir aquí en renta anual lo que en pocos sitios de la Península puede valer en venta. Claro está que preparar debidamente una hectárea de terreno, según las exigencias de este cultivo, cuesta “lo suyo...”
Joaquín González Espinosa: El Teide desde Icod. Ca. 1920
La zona de plátanos llega precisamente hasta la altura de la villa de la Orotava, o sea, hasta tocar nada más sus primeras casas. Desde ahí hacia, arriba se extiende la zona de cereales y patatas o papas, como dicen por aquí, que, por cierto, son las mejores del mundo y de clases variadísimas, y produciéndose en todas las estaciones del año. Esta zona está también muy poblada de árboles frutales de todas clases, desde el naranjo y el limonero, el níspero y aún el mango y el chirimoyo hacia el fondo, hasta el castaño y el nogal, pasando por el peral, el manzano y el ciruelo.

También se cultiva algo la viña, viéndose de cuando en cuando, apuntando al cielo en ángulo oblicuo, la enorme viga de un lagar, o prensa para estrujar la uva, según sistema primitivo, y enteramente al aire libre. En tiempos anteriores cultivábanse en la zona inferior toda clase de frutas tropicales: el anón, el aguacate, el caqui, el café; pero de todos estos árboles ya no quedan sino algunos para muestra en las fincas de lujo, pues el plátano, muchísimo más productivo, los ha ido desterrando a todos, así como a la caña dulce y al tabaco, que también se cultivaban por aquí bastante.

¡Valle de la Orotava, Valle de ensueño, verdaderamente único en el mundo; la porción más escogida del jardín de las Hespérides!...

V

Por él vamos ya rodando hace rato. Y para demostrarnos que estamos llegando a la villa, dos filas de araucarias, de forma perfectamente regular, comienzan a desenvolverse a los dos lados de la carretera. Pero no entremos en La Villa; no, que es más arriba donde nos esperan. Hacia la izquierda, parte la carreterita del Teide, la que ha de permitir subir en automóvil hasta Las Cañadas, descendiendo luego a empalmar con las del Sur de la isla.

Hoy no tiene construidos más que unos 15 kilómetros, de los cuales apenas se utilizan la tercera parte. Porque la carretera, a poco de partir de La Orotava, se aparta mucho del camino viejo del Teide, y no tiene cuenta subir por ella, hasta que avanzando más vuelva a aproximársele. En cambio, y precisamente a causa de esa desviación, pasa la carretera por el sitio denominado "Agua Mansa", que es de lo más hermoso de la isla y... aún del mundo, donde ya han puesto un restaurante y a donde cada vez afluyen más los aficionados a esta clase de excursiones.

Ernesto Fernando Baena: Ciudad de Icod. Ca. 1920
Ya tenemos la villa de La Orotava a nuestros pies, siempre encantadora. La carretera sigue elevándose por la segunda zona de cultivo del Valle, bastante más extensa que la primera. Los árboles frutales, nogales, manzanos, etc., doblan, hasta tocar en el suelo frecuentemente, sus ramas, por el peso de una cosecha abundantísima. Las viñas convidan a cada paso con sus espléndidos racimos ya maduros. De pronto un alto en la carretera.

Hemos llegado al sitio en que la carretera cruza el camino viejo del Teide, llamado también de Fasnia, y ese es el lugar convenido para dejar el cómodo automóvil, que ya no volveremos a ver hasta mañana por la tarde. Con seis mulas magníficas de silla y otras cuatro destinadas a la impedimenta, todas ellas con sus respectivos arrieros, nos espera aquí el munífico organizador de la expedición, nuestro noble amigo de La Orotava don Fernando Salazar y Bethencourt, comandante de Infantería y miembro del Cabildo Insular de Tenerife. Son las siete y cinco; y sólo estos cinco minutos nos hemos retrasado de la hora convenida.

Sigue un derroche de saludos y entusiasmos. Los arrieros arreglan las sillas y las cargas de las mulas, colocando en ellas mantas y abrigos. Se asigna a cada cual su bestia y su espolique; y todos nos ponemos en plan de equitación.

Hay quien se embadurna muy bien manos y cara con vinolia, para prevenir y defender su cutis contra el sol y el viento de las alturas. La precaución no está mal, y los reacios tuvieron que arrepentirse más tarde. Eran ya muy cerca de las siete y media, cuando se puso en marcha la comitiva. El camino va ladeando un poco la montaña, pero muy poco, acometiendo casi de frente la subida. El paisaje por ahora sigue el mismo; tierras de labor, casitas blancas, árboles frutales, cargadísimos de fruto...

El mar, el Puerto de la Cruz, la villa de La Orotava, se van quedando allá, en el fondo, cada vez más lejos. Quedan todavía algunos jirones sueltos de niebla por distintos puntos del Valle. A veces llega alguno hasta nosotros, cerrando en nuestro rededor un horizonte móvil, fantástico, vaporoso, que da a la frondosidad que nos envuelve un encanto verdaderamente indescriptible.

Poco después entramos en el "Monte Verde", en que predomina el brezo, muy desarrollado y muy espeso, con algunos árboles de especies variadas de cuando en cuando. A esta misma altura, por la parte de "Agua Mansa", es pinar tupido lo que se encuentra. También por aquí se encuentran por momentos paisajes bien lindos, como el del barranco de Martiánez o del Sauce, en el cual han hecho recientemente, junto al camino, en una deliciosa explanada, festoneada de verde, una capillita de Cruz.

Estas capillitas de Cruz son muy características, en estas islas Canarias. Abundan las ermitas por el campo; pero sobre todo Cruces, con capilla o sin ella, que casi de continuo se ven adornadas con flores y a veces también con farolillos de aceite, que manos desconocidas cuidan y renuevan. Los meses de mayo y junio no tienen días bastantes para las fiestas sin cuento que a estas Santas Cruces, amparadoras del mundo, los campesinos dedican.

"¡Monte Verde" arriba, "Monte Verde" arriba! El vientecillo, que sopla, se va haciendo cada vez más fresco. El cielo y el horizonte están casi por completo despejados. Pero no molesta el sol, si no es en alguna hondonada o cuando el monte, demasiado espeso, impide al viento circular, siendo en general bastante agradable la temperatura.

Los brezos van siendo sustituidos por los escobones, como aquí dicen,  verdaderos árboles, algo parecidos a los piornos de Asturias, y aún emparentados al parecer con las retamas. Después de una amplia zona de escobones, vienen los codesos; y luego las verdaderas retamas, que no desaparecen del todo hasta encontrar las lavas mismas del Teide.

Pero dejemos las retamas por ahora, es decir, acójamónos más bien a su benéfica sombra, pues son las once, y nos hallamos en un lugar que llaman Las Retamillas, o camino de los Guancheros, designado para el almuerzo. ¿Demasiado pronto para almorzar? ¡Quiá! Cinco horas de viaje, como el que hemos hecho, dan una mañana mucho más larga, y preparan mucho mejor el estómago, que ocho horas de trabajo sedentario. Se enciende fuego con presteza y se prepara el caldero con las clásicas "papas salcochadas" ¡de las bonitas! Lo demás está todo listo. Bajo una gran retama nos acomodamos; y... también esta labor con la bendición de Dios y la acción de gracias, resultó perfecta.

Excursión al barranco del Río. Almuerzo. Fray Albino, don Domingo Pérez Cáceres, don Servando Hernández-Bueno y Hernández, 
don Manuel Delgado y el padre Ramón de Candelaria, entre otros. 1927 
VI

Poco después de la una, otra vez en marcha; y entramos en Las Cañadas del Teide. Y aunque puse toda mi atención en el oído, no llegué a percibir la voz de que nos habla la copla:

En Las Cañadas del Teide
oí una voz que decía:
No es verdadero canario
quien no canta las folias.

Pero parecióme oír en cambio otra voz, que,; llena de majestad y melancolía, cantaba:

Sublime como es el Teide
No hay monte en el mundo entero.
Mas ¡qué poco lo conocen
Los mismos tenerífeños!


Y de cañada en cañada y de risco en risco, iban en todas direcciones los ecos rebotando:

Sublime como es el Teide,
¡No hay "nada'' en el mundo entero!
¡Sublime como es el Teide!..
Repiten siempre los ecos.

La cordillera, que desde punta Anaga, extremo oriental de la isla, viene aproximadamente en línea recta en sentido occidental, levemente inclinada hacia el sur, abandona su dirección al llegar frente al Valle de la Orotava, y dirigiéndose hacia el mediodía francamente, traza un amplísimo semicírculo, que va a terminar en los montes del Valle de Santiago y de Punta Teño. Ese semicírculo gigantesco, que tal vez fue en tiempos antiquísimos la boca de algún cráter fabulosamente colosal, antes de surgir el Teide en su centro, vino a formar como una inmensa llanura semicircular, a dos mil metros de altura, que es la de Las Cañadas, limitada por el sur, como indicábamos, por una cordillera semicircular de montañas, de las que forma parte El Sombrerete, así llamado por su forma y que cae encima de Vilaflor, y Guajara, que es la más alta de todas.

Casi en el centro matemático de esa llanada semicircular, surgió el Teide elevando su cúspide todavía otros dos mil metros de altura, para sin llenar todo el espacio que el semicírculo de montañas le dejaba. La zona o banda semicircular que queda entre el Teide y el sobredicho semicírculo de montañas, es lo que da lugar a lo que ordinariamente se llama Las Cañadas, y que hacia el sur propiamente, por encima de Adeje, según creo, forma también los llamados Llanos de Ucanca, que en tiempo del deshielo se convierten en verdadera laguna. Porque por esta parto no tienen salida las aguas de esta zona semicircular, teniéndola tan sólo por el norte, cayendo hacia La Orotava. Por lo dicho se comprende que el Teide no tenga visualidad ninguna visto por el sur de la isla, ni aun desde el mar, pues le quita de ver por completo o sólo deja asomar su piquito el sobredicho semicírculo de montañas. Toda su magnificencia se percibe sólo desde el norte, sobre todo por la parte de Icod, que es por donde su línea sube sin quiebra ni ondulación alguna desde el mar hasta la cumbre. Hay, además, por esta parte de Icod, muy extensos pinares en sus faldas, cosa que también contribuye. a acrecentar su hermosura.
 

Ernesto Fernando Baena: 
Camino de La Orotava. Ca. 1920
Por la misma vertiente de La Orotava, ya la línea no es tan seguida, aunque desde abajo apenas se nota sino como una ligera ondulación; porque sobre el llano de Las Cañadas hay una gran quiebra, sobre la cual se asienta el Teide, como sobre su propia base. Y al llegar a este rellano de Las Cañadas del Teide, hasta el murallón de Tigaiga, que desde el mar, del que arranca como cortado a pico por debajo de Icod el Alto, siguiendo luego una línea recta, con una inclinación regular, como de unos 45 grados, como una verdadera muralla artificial, hasta el murallón de Tigaiga, repito, deja suelta su cabeza o parte superior sobre el rellano de Las Cañadas, dando lugar, en dirección a La Guancha, a la montaña llamada de La Fortaleza, porque aspecto de fortaleza tiene en verdad, vista desde Las Cañadas o desde la falda superior del Teide, que es desde donde únicamente puede contemplarse.

Avanzando, avanzando por Las Cañadas, hemos pasado bordeando la Montaña Negra, toda de escorias de ese color; que está formada por un pequeño cráter perfectamente regular, como hemos de apreciar mejor al contemplarla desde las alturas del Teide.

Y un rato después de haber dejado atrás la Montaña Negra, comenzamos a subir, con no mucha pendiente, por la Montaña Blanca, que es como una especie de almohadón blanco y rosado, formado por arenas blanquísimas de piedra pómez y otras arenitas rojas, que con aquéllas se mezclan en proporción muy diversa, ocasionando así las distintas tonalidades de color con que desde lejos aparece. Hasta aquí nos acompañan las retamas, que ahora casi por completo desaparecen.

Y el Teide, el soberano Teide, aparece ahora más imponente y más gigantesco que nunca. Imponente, sí, en el más riguroso sentido de la palabra. El Teide, desde esta altura de más de dos mil metros, infunde verdadero terror y espanto; y le parece a uno casi imposible el llegar a escalarlo del todo.


VII

Sólo por un lado es accesible, pues el resto, formado por torrenteras de lava, es escarpadísimo y abrupto en demasía. En cortos y empinados zigzags vemos al caminito ir ascendiendo sin fin por el Lomo Tieso—¡y tan tieso!—, a cuyo pie nos encontramos. Y ¡hala!, ¡hala! Tras un corto descanso, para que respiren mulos y arrieros, comenzamos también a ascender nosotros por el caminito arriba zigzagueando.

Alto, otra vez. Cinco minutos de parada. Hemos llegado a la Estancia de los Ingleses, y hay que dejar que las bestias respiren. La Estancia de los Ingleses: no vayas a pensar, lector, que es algún hotel, ni medianamente confortable. Es sencillamente el hueco o huecos, que unas grandes peñas empinadas dejan debajo, donde en ciertos momentos cabe refugiarse del sol o de la lluvia; en ciertos momentos, digo, según, la dirección, con que el sol y la lluvia vienen. Más, antes de haber sido construido el Refugio de Alta Vista, este era el sitio mejor para que los excursionistas ''pudieran pasar la noche". La Estancia de los Alemanes, que es un poco más arriba, y donde también hicimos estación, es semejante a la de los ingleses, aunque un poco peor todavía.

El caminito sigue desplegándose en zig-zag por entre piedras sueltas y tierra movediza; pero no está del todo mal, porque aún dura el arreglo que le hicieron cuando la venida de los geólogos.

Otro empujoncito más, y... Estamos en "Alta Vista", el "Gran Hotel" del Teide, en que habremos de pasar la noche.

¡ Qué alegría! ¡ El término del viaje por ahora! Y no son todavía las cuatro y media.

El Refugio o “Gran Hotel" del Teide en Alta Vista, no está del todo mal. Tiene cuadra para mulos y arrieros; cocina y dos habitaciones más, dispuestas a manera de camarote de barco antiguo, con dos series, alta y baja, de "somieres", fijos en un tinglado de hierro y de madera, adosado a las paredes, sumando entre las dos habitaciones diez y seis camas, siete de ellas con colchoneta y almohada. Nos habían dicho que había seis colchonetas solamente.
¿Comprendes ahora, lector, cómo era conveniente que no fuesen más de seis los excursionistas? Además, y entre paréntesis, en ciertos trozos del camino las caballerías levantan mucho polvo, tanto más, naturalmente, cuanto mayor sea la comitiva...


George Graham-Toler
El Refugio de Alta Vista fue construido no hace muchos años por el señor [Graham] Tole, vecino de la Orotava, el cual últimamente lo regaló al Ayuntamiento de esta villa. El guía oficial de La Orotava, nuestro buen José, que va siempre en estas excursiones, es el que tiene la llave y el que se en- carga de cobrar las cinco pesetas  por individuo, que por el "hospedaje" se pagan.

Y ya que de dinero hablamos, advertiré, por si a algún lector puede interesarle, para hacer sus planes de excursión, que cada mulo, tanto de silla como de carga, con su correspondiente arriero, cuesta seis duros, y que el número de los mulos de carga, para bien ser, ha de calcularse sobre esta base: uno para cada dos excursionistas. Lo referente a comida, propinas y demás es a gusto de cada excursionista.

Visto el “Hotel", y después de haber refrescado un poco, hay que ver en seguida los alrededores. Bien poco se descubre desde aquí, pues Alta Vista está metida y como sumergida entre dos muy prominentes corrientes de lava, que defienden algo de fríos y vientos, pero no dejan más vista que la de delante.

Y delante tenemos: A nuestros pies, Las Cañadas, que acabamos de atravesar, con su Montaña Blanca y su Montaña Negra, que ahora aparece en toda su perfección, como modelo de cráter para una Geografía. Un poco más allá, El Portillo. Más allá y mucho más empinado, como queriendo desafiar al mismo Teide. Izaña, con su flamante Observatorio astronómico y meteorológico. Y a continuación, alejándose más y más, la cordillerita, que yendo a terminar en Punta Anaga, forma por esta par- te como la espina dorsal de la isla.

Hacia arriba, unos riscos de lava muy encrespados y amenazadores; y... nada más.

El pico del Teide no se ve ni sabemos lo que para llegar a él aún nos falta. Parece que estamos a tres mil doscientos noventa metros de altura; es decir, que hasta la cúspide faltan todavía más de cuatrocientos, o sea la novena parte de la altura total del Teide, y seguramente, la más dificultosa.


VIII

Dos arrieros han subido en busca de agua fresca, que la hay, al parecer, muy cerca de Alta Vista. Y de risco en risco saltando, fuera del camino, con un barril a cuestas y después de nueve horas de viaje a pie, en una continua ascensión de más de tres mil metros, todavía tienen alientos para ir cantando folias. Son verdaderamente admirables estos hombres. Y pudimos entenderle algo al que cantaba, cuando él ya no nos veía:

"En la tumba del olvido
me enterraron los recuerdos".

—¿Quién es el que canta eso, pregunté: el viejo o el joven?—No, es el joven, me respondieron. Y ¿tan pronto le enterraron los recuerdos en la tumba del olvido? ¡Ah! ya sé: es que también por aquí cunde la literatura fúnebre de Andalucía, llena de tumbas y cementerios. Por mi tierra (Asturias) la literatura popular es más alegre.

El viejo canturreaba también. Y no mucho después, de pie sobre una roca, nos hacía el relato pintoresco de los tiempos en que él subía de noche a buscar nieve en la Cueva del Hielo, o para alguna fiesta, o para algún enfermo. Ahora con el hielo artificial ya no hay necesidad de estas cosas, decía. La Cueva del Hielo está muy honda y entonces no había escalera para bajar. Y a la luz de la luna, si la había, o alumbrándose con un pedazo de tea, se descolgaba por las dos sogas de los mulos, cuyos extremos había sujetado primeramente de algún risco. Dentro ya de la cueva, cortaba el hielo; hacía las cargas, y las sujetaba bien al extremo libre de las dos sogas. Después subía él de nuevo por las sogas; y una vez arriba, iba tirando primero por una y luego por otra hasta sacar las dos cargas de hielo. Después la  misma operación, hasta sacar otras dos cargas para el segundo mulo, pues, según dice, solía llevar casi siempre dos bestias. Les arreglaba las cargas sobre el lomo, y ¡ea!, con luna o sin ella, a bajar camino de La Orotava, que también estaba mucho peor que ahora.
—¿Y cantaba usted también entonces folias, señor Martín...?
—Mucho más que ahora, que ya no valgo para nada.
—¿Y si al estar usted dentro de la cueva se le rompían las sogas o se soltaban del risco en que usted las había atado? ¡Qué espanto!
—No, no se rompían...

Hay que advertir, que el arriero señor Martín tiene sesenta y siete años, y está sano y fuerte y gatea por estos riscos como un chiquillo. A las altas de la noche se le encontró durmiendo a la intemperie, entre unas piedras, sin más abrigo que su pantalón, camisa y chaqueta, todo de verano, y un pedazo de trapo por manta, menos que de verano. Al despertarle para que entrase para dentro, y preguntarle si no tenía frío, respondió; que "un poco de fresco nada más". Y el termómetro marcaba cinco grados. Y entró de mala gana, pues se encontraba allí perfectamente bien, y durmiendo como un bienaventurado.

Y ahora yo pregunto: ¿Hay poetas, en prosa y en verso, en Tenerife? Y como sé ciertamente, que los hay, ahí les brindo el tema, que es lírico y es épico... Si de veras aman —¡y conocen!— a Tenerife, que canten la fibra y la poesía infinita de estos paisajes y de estos hombres, en vez de ir al Extranjero a mendigar temas de literatura decadente; y con ello y el numen, que Dios les dio, harán poesía recia y original, y... contribuirán a hacer caracteres y a hacer patria.

Burla burlando hemos llegado también nosotros a la famosa Cueva del Hielo, que efectivamente está muy honda. Pero no es difícil actualmente la bajada, porque el Ayuntamiento de La Orotava ha puesto una escala de hierro, que desciende al centro de la cueva. Gran parte de ella está llena de agua; pero hacia los rincones más oscuros, el agua se convierte en hielo, el cual, según dicen los arrieros, por mucho que se saque, nunca se acaba. Por las paredes de la cueva hay en muchos sitios una sustancia blanquísima, que a la vista parece enteramente nieve. Pero, cuando se la coge en las manos, se ve que no; es una especie de salitre muy fino, con mezcla tal vez de sosa o de potasa. Dentro del cráter  mismo del Teide volveremos a encontrar también esta materia.

La Cueva del Hielo, con todos estos elementos, resulta muy hermosa; y cuando en ella penetra por el boquete de entrada el sol, forma dentro un contraste tan fuerte de luz y sombras, siempre durísimas, que resulta verdaderamente fantástica y encantadora. Por eso la hemos visto al atardecer y hemos vuelto a bajar de nuevo a ella al día siguiente por la mañana. Y con .más gusto aún hubiéramos vuelto a ella, aún deslizándonos por una soga en plena noche a la luz de la luna o a la de una antorcha de tea, acompañando al señor Martín, en aquella aterradora soledad nocturna, para ayudarle a cortar, sacar de la cueva y arreglar sobre los mulos sus famosas cargas de hielo.
Joaquín González Espinosa: Cueva del Hielo. Ca. 1920

Hay en estos contornos otras hondonadas, que, sin ser tan profundas como la Cueva del Hielo, cierran, sin embargo, todo en redondo y a cortísima distancia el horizonte, no viéndose en absoluto más que un poquito de cielo, allá en la altura. Y los riscos de lava son tan ásperos, tan negros, tan picudos, tan irregulares y de formas tan monstruosas, que hacen a uno pensar si aquello es un mundo de caricatura, fabricado por el genio del mal, como remedo de los valles y colinas y montañas del universo visible. Algunas de esas rocas. muy empinadas y erizadas de púas y asperezas, adoptan formas extrañas; como de seres vivientes, de dragones o vestiglos antediluvianos, a veces con figuras fantásticamente completas, y a veces con apariencias de haber quedado a medio hacer, como tentativas o ensayos de una imaginación infinita y locamente desbordada, que se debatiese inútilmente en ,una invencible impotencia.

Y, desde luego, ni el asomo siquiera de un soplo de vida, ni una brizna de yerba, ni una hoja, ni una flor, ni un pájaro... ¡ni siquiera un hilito de agua, que corra! como en los Pirineos o en los Alpes. Es una "grandeza" ciertamente, pues no me atrevo a decir una indudable “hermosura"; pero "grandeza", sí, hosca y salvaje, rayana por momentos en lo sublime y de una fuerza emotiva extraordinaria.

A veces nos entreteníamos en hacer ejercicios de imaginación, con diálogos como el siguiente:
—¿Qué ve usted en esa roca de la derecha?
—Pues yo veo una especie de Centauro, con una oreja caída del lado izquierdo, y un jinete sobre el lomo. al cual la espada del Cid hubiese partido por la cintura...
¿Y en aquella pequeña de más abajo?
 —Aquella es un águila gigantesca y con una cabeza enorme,. que tiene la cola metida entre las llamas de una hoguera.
—¿Águila, dice usted? ¡Eso ya es ver demasiado!
—Sí, sí, águila; bien clara está. ¿No ve el pico encorvado allí perfectamente? Y el cuerpo... Y
un ala levantada, como para echar a volar... Y hasta las garras sobre aquella peña... —Sí, sí; lo que es, a ese paso, pronto va usted a distinguir hasta los huevos que va a poner en la próxima primavera...


IX

Fuimos subiendo, subiendo, y aun no llegábamos a descubrir el Pico del Teide ni la Rambleta. Pero ya nos picaba demasiado la curiosidad, y aunque es muy cerca de las seis, no queremos descender sin llegar a ver siquiera el Pilón o Pan de Azúcar. Un compañero hubo de quedarse en el camino, pero hubo otro valiente, y con él seguimos ascendiendo. Todos los demás, así como también los arrieros y el guía, se habían quedado en Alta Vista. Acelerando un poco la marcha, pronto llegamos a la Rambleta.

Realmente el Teide se compone de tres partes, que pudiéramos muy bien llamar: pedestal, cuerpo y cabeza. El pedestal lo forma la isla entera, elevándose poco a poco hasta la planicie o meseta de Las Cañadas. Desde aquí arranca propiamente el cono del Teide, como ya hemos dicho, el cual se eleva hasta la Rambleta, que es otra especie de planicie circular, donde debió estar el cráter durante mucho tiempo, terminando allí la erupción enorme, que le levantó desde Las Cañadas. Y por fin, una última e incomparablemente más pequeña erupción, es la que sobre la superficie circular de la Rambleta formó, con perfección bastante matemática, el último cono, de unos cien metros de altura, todo él formado por piedras y tierra movediza, y en cuyo vértice está actualmente el verdadero cráter. Este último cono, que pudiéramos denominar "cabeza del Teide", es lo que vulgarmente se llama el Pan de Azúcar.
Es sumamente pendiente y muy trabajoso de subir, por lo movedizo del terreno, en que el pie se asienta. Sin embargo, el ansia de llegar a lo más alto, para ver desde allí ponerse el sol, espoleó nuestro afán, y...a las siete siete menos cuarto, dos excursionistas estábamos efectivamente en lo más alto del Teide.

La dificultad vencida, el sueño realizado, esquivado el peligro, demostrada palmariamente la resistencia… todos estos son motivos psicológicos de goce y satisfacción inefable, que el excursionista siente al sentarse fatigado sobre la cumbre apetecida ¿Qué significan entonces las fatigas del camino?... Hay algo dentro de nosotros, que nos embriaga de dulzura ante la sola idea de haber triunfado, Kalós gar o Kyndi.nos, decía ya Platón en uno de sus Diálogos más famosos: "Hermoso es el riesgo".¿Qué conquista grande, qué noble empresa, en el orden individual o en el social, se llegó a realizar jamás sin dificultades ni peligros?... O como pregunta una gran escritora española, en el comienzo de uno de sus libros: ¿Qué hay de noble y hermoso en la historia, que no tenga por base el dolor?... el dolor vencido y superado?... El que no se atreva a recorrer otros caminos que los que están exentos de fatiga y de dolor, es un cobarde y un inútil...

Por eso se recomiendan tanto en nuestros días los deportes, que imponen el esfuerzo y la fatiga; porque no sólo ejercitan el músculo, sino también, y muy principalmente, la voluntad. De lo material se pasa a lo espiritual por caminos y modos invisibles. Y no se engendran jamás los fuertes caracteres entre muelles comodidades y dulzuras. Los nidos de las águilas están hechos de palitroques y espinas. En los pétalos de las flores sólo pueden criarse mariposas...

Cuando estalló la gran guerra, un filósofo francés afirmaba que la humanidad moderna había prescindido demasiado del ascetismo cristiano, como "medio de educación" y de formación espiritual; y añadía, que el verdadero progreso no avanza jamás un solo paso "sans bruler du vivant", "sin ir quemando carne viva". Hay que educar así, superando el placer y el dolor y la fatiga, para buscar un goce más subido. Hay que saber cascar la corteza amarga de la nuez para encontrar el grano delicioso.

¡Perdón!, lector, por tantas filosofías. En la más alta cúspide del Teide, mientras se ponía el sol, el día 16 de agosto, yo no pensé concretamente todas estas cosas; pero las sentí y las viví y las gocé, que es mucho mejor todavía. Y creo, que quien tenga un poco de sensibilidad y un poco de alma, no demasiado embotada por otras impresiones de orden contrario, las podrá sentir y gozar también, si se decide igualmente a conquistar la cumbre excelsa. Hay que inculcar estas ideas, sobre todo en los jóvenes, que serán los "hombres" del mañana. Los "hombres", que lo parezcan y "lo sean", como la Iglesia y la Patria chica y la Patria grande los necesitan y los reclaman.

X

Pero estamos en lo más alto del Teide en un momento solemnísimo, que embarga por completo nuestra atención y nuestras sentidos. Tiempo hacía, que el colosal gigante iba marcando su sombra como una especie de dedo que señala; como una especie de punzón, que cayó sobre Las Cañadas primero, que se prolongó luego sobre el mar, alcanzando a Gran Canaria y como queriendo enhebrarla en un hilo invisible gigantesco; siguiendo luego hacia el África, y dirigiendo, al fin, hacia el mismo cielo su punta cada vez más afilada.

H. Zinzel. Sombra del Pico y cráter viejo. Ca. 1920
Es de advertir, de una vez para siempre, que aquí, en estas alturas los contrastes de luz y sombra son durísimos; fenómeno bien fácil de explicar por la misma pureza y diafanidad extraordinaria del aire. En las partes bajas, hay siempre suspendidos en el aire millones y millones de corpúsculos, como se ve al entrar un sol fuerte en una habitación cualquiera: y esos corpúsculos reflejan la luz en todas direcciones, haciendo que aún las partes en que no da el sol, queden perfectamente iluminadas.

Pero en las alturas, esos corpúsculos, que, al fin, no hacen otra cosa que ensuciar el aire, disminuyen muchísimo; y por eso la luz ilumina poderosísimamente las superficies en que caen directos sus rayos, y deja en una casi obscuridad las partes de sombra, por la gran escasez de reflejos luminosos.

En la Cueva del Hielo observamos esto de una manera sorprendente; apenas podía concebirse tanto sol o tanta luz y tanta obscuridad en un solo y único espacio y casi perfectamente yuxtapuestos. Y en general, con el sol y con la luna se nota siempre aquí en la cumbre ese durísimo contraste de luz, entre la parte directamente iluminada de los objetos y la parte en sombra.

A la hora del crepúsculo en que nos hallamos, si la intensidad de la luz, aún directa, disminuye extraordinariamente, en cambio las sombras se hacen opacas casi del todo. Le da a uno el sol por un lado y casi no se ve nada del otro.

Y es, que ese sol que desde el Pico del Teide se ve ocultarse entre las brumas del mar, no es el gigante poderoso y todavía espléndido de las tierras bajas; sino un sol tan perdido en la lejanía, tan vencido por la bruma, tan oblicuo en sus ataques; tan despreciable, en fin, allá en el fondo, muy en el fondo, del horizonte, muy abajo, muy abajo, que apenas se distingue de la luna. Diríamos, que desde aquí llegamos a descubrir al sol en sus secretas moradas, "el sol en la intimidad"; no en el momento en que se retira, vestido aún con manto real, sino en el momento mismo en que se acuesta... Y por esto, acostarse o ponerse el sol y ser de noche es todo uno; porque aquí en los días claros, el crepúsculo, es brevísimo.

Brevísimo, sí, pero con matices y delicadezas, que en ninguna otra parte tiene. Mientras el disco del sol se va hundiendo, sobre todo, fórmanse unos morados tan delicados e intensos, creciendo o disminuyendo de intensidad cada segundo, como en ninguna otra parte los he visto. Sólo en los montes de Málaga recuerdo haber presenciado algo parecido; pero en mucho menor escala. También suele haber nubes arreboladas con rojos y amarillos de muy diversas tonalidades, todo cambiando de continuo en valor e intensidad, y adoptando a cada minuto una sorprendente variación en el decorado.

Debe haber en esto mucha variedad, según los días y las distintas estaciones del año. Porque ¡son tantos los elementos que concurren a la decoración del conjunto!... Una nubecilla más o menos, en una posición o en otra; combinándose con otras compañeras en situaciones diversísimas, omitiendo o recibiendo reflejos y cambiantes, que pueden variar hasta lo infinito; el grado de diafanidad del aire o la intensidad de la bruma; jirones de nieblas bajas, por ventura... En fin, panorama verdaderamente estupendo, que no puede pintar nadie, sino Dios, variándolo todos los días, sin agotar jamás sus infinitos recursos.

Entusiasmados, viendo así ponerse el sol, no nos acordábamos siquiera de que el camino hasta Alta Vista es bastante largo y nada a propósito para recorrerlo a obscuras. Cuando nos dimos cuenta, echamos a correr dejándonos ir en línea recta hacia abajo por el Pilón de Azúcar y en siete minutos estábamos en la Rambleta. A buen paso seguimos sendero abajo, pero nos anocheció en seguida. Lo que ocurre es que no sólo la luna es aquí mucho más luminosa, sino que lo son también hasta las mismas estrellas, que parecen más próximas y más radiantes.

Cuando, al fin, después de media hora de recorrido, cuesta abajo, y con cuidado de no perder el sendero, nos hallábamos como a diez minutos de Alta Vista, nos salió al encuentro el guía con un farol, pues, ya abajo iban temiendo que nos hubiéramos extraviado. Al llegar a la casa de Alta Vista... las preguntas, la sorpresa, los comentarios; pero el lector lo lleva ya todo por delante. Lo que, sí quiero advertirle, antes de dejar este punto, es que si sube al Teide, no deje de llegar hasta el Pico sin pararse mucho en Alta Vista, en la misma tarde de la llegada.

XI

Sobre la colchoneta y única almohada—con somier—del Refugio de Alta Vista, yo no pude pegar los ojos. Y cuando uno va contando por sus propias pulsaciones los segundos de la noche, yo no sé si es un gran consuelo el sentir que los otros compañeros duermen. Y no es que por efecto de la altura fuesen mis pulsaciones ni más fuertes ni más frecuentes que lo ordinario, pues no pasaban de setenta por minuto; aunque algún compañero llego a ciento dieciséis.

Como fenómenos fisiológicos producidos por la altura, yo no llegué a sentir más que un poco de "ansia" de respirar y... de bostezar en las primeras horas, y un poco también de opresión o tirantez en el tímpano del oído, que también fue desapareciendo poco a poco. Este fenómeno del oído se siente exactamente lo mismo en la altura que en la gran profundidad; pues y lo he sentido idéntico al bajar en La Unión (Cartagena) a una mina a quinientos metros bajo el nivel del mar. Lo cual se comprende, porque el tímpano es como un tabique flexible en el conducto del oído, y la distensión o tirantez lo mismo se siente cuando la presión viene de fuera (en la profundidad), que cuando viene de dentro, por estar fuera el aire más enrarecido (como en la altura).

Contando, contando los segundos de la noche, envuelto en mis dos mantas (todo excursionista al Teide debe llevarlas consigo), pude esperar, con trabajo y para no perturbar desde bien poco antes de la media noche hasta las tres y media de la madrugada. Pero a esta hora me decidí a salir a tomar el frasco y a contemplar la noche; me oyeron salir y... se revolvió el cotarro. Al fin y al cabo ya era casi la hora convenida para levantarse.

La noche estaba espléndida, diáfana, profundísima. La luna, luminosa como jamás la había visto, cantaba un himno silencioso y lleno de majestad al Creador, coreado por millones de estrellas refulgentes, de las cuales jamás la vi tampoco tan acompañada. Fuera del Refugio, el termómetro seguía marcando cinco grados sobre cero; y de la manta más fuerte, para arrebujarse en ella, no se podía en manera alguna prescindir. La tarde anterior, cuando llegamos, no pasaba el termómetro, en pleno sol y al aire libre, de dieciocho grados.

La noche en el Teide es también algo que produce intensa emoción. Las estrellas parecen mucho más próximas, no precisamente por su magnitud, sino por la intensidad de su brillo. Muchas de ellas semejan por entero pequeñas llamas, sostenidas en la punta de un hilo invisible desde la altura. Las otras, más apartadas, son verdaderas ascuas de fuego, diversas en la intensidad de su esplendor y en la tonalidad, más o menos plateada o rojiza, que las distingue. Y como ve ven por todas partes, hacia arriba y hacia abajo; por delante y por detrás, y la tierra casi desaparece a nuestra vista, tiene uno la sensación, como si viviera en otro mundo, en la luna, por ejemplo; o como si realmente fuese navegando, en un globo invisible, a través de los espacios infinitos.

La primera vez que salí a Castilla; niño aún, desde mi vallecito asturiano, sentí, al llegar la noche, una impresión semejante, y tan honda, que jamás se me borrará. Pues lo que es Castilla, con su llanura sin término, frente a un vallecito asturiano, eso es el Teide gigante, con respecto al horizonte, en su emoción nocturna, aún para los que estamos habituados a las inmensas llanuras de Andalucía o del mar.

Un cielo desmesurado, un cielo que nos envuelve y nos anonada, haciendo que la tierra desaparezca de nuestra vista, como uno de tantos astros sin importancia, como un puntito más, que por los espacios inconmensurables rueda!...

Y luego, ¡qué silencio!, ¡qué silencio tan grave!, ¡tan solemne! ¡Que nos penetra todo el ser, como un aroma de meditaciones eternas!... ¡Que nos devuelve el sentido del vivir profundo!... ¡Que nos anega en mares invisibles de inefable sabiduría!... ¡Emoción nocturna del Teide! ¡Cuan profundamente has conmovido las más secretas fibras de mi alma!...

Y ¡ esos mundos! Esos mundos que sobre nuestra cabeza circulan con magnitudes y distancias que exceden toda cifra y todo cálculo... ¡Misterios inefables de la Sabiduría
y de la Hermosura y de la Omnipotencia de Dios!...


XII

Era ya muy cerca de las cuatro y media, cuando, caballeros en nuestras sendas mulas, emprendíamos la marcha hacia la cumbre. Por la parte del oriente alboreaba ya; y la zona de claridad se iba extendiendo por momentos. Al llegar a la Rambleta. ya el sol marcaba cada vez más poderosamente su disco entre las brumas: allá en la lejanía, muy en la lejanía, allá en el fondo, muy en el fondo. El segmento de círculo incandescente se fue agrandando; y al fin, velado y tenue, sin apenas luz y  sin calor, casi tiritando de frío, como nosotros, a pesar de nuestras mantas, sobre las cabalgaduras tiritábamos, dejóse ver el círculo completo. Pero sin majestad: se le podía mirar cara a cara y dirigirse a él sin ceremonias... ni tratamientos.

Anónimo: El cráter viejo. Ca. 1920
Y el Teide comenzó a marcar su sombra puntiaguda en las regiones desconocidas del cielo. Viósele después extenderse mucho, mucho, sobre el mar, llegando seguramente hasta América, a donde nuestra "pupila de fuera" no alcanzaba, para dar a las Hijas del Nuevo Mundo el beso ardiente, que la víspera, al atardecer, había recogido de labios de la Madre Patria, entre los pliegues de la bandera gualda y roja, que en Cabo Juby, sobre las costas africanas, ondeaba. ¡ Mensaje misterioso de inefable amor! ¡La sombra augusta del Teide—como si en él reposara el Ángel de la vieja España, cobijando con sus alas la raza gloriosísima, extendida en ambos lados del Atlántico—, marcando con un beso de amor cual sello de familia, a los hermanos de acá y a los de allá, mientras ciñe en abrazo cotidiano, en el misterio de los dos crepúsculos, los continentes del Viejo y del Nuevo Mundo!...

Las muías ya no pueden subir más; y nos encontramos como a la mitad del Pilón de Azúcar. Para los  que ayer hemos subido a pie, desde Alta Vista, bien poco es ahora lo que falta. Y el frío intenso de la mañana convida a ay hacer un poco de ejercicio ¡Puja, puja, y... en la cúspide!

Quise instalar el altar sobre la mesa de cemento que en lo más alto construyeron, para colocar sus aparatos, los ingenieros geógrafos, al hacer la triangulación de este archipiélago; pero el viento era allí demasiado fuerte y demasiado frío, y tuvimos que refugiarnos en el cráter.

¡Aquí, sobre esta peña; muy bien! Esas dos fumarolas, una a cada lado del altar, servían como ingentes pebeteros para enviar a las alturas, acompañando nuestras plegarias y oblaciones, el humo litúrgico de los aromas.

Quise decir la misa a Cristo Rey; mas como es nuevo, el misal que habíamos traído no la tenía. Al fin; Cristo reina por su Amor... desde el Sagrario. Dije, pues, la misa, la primera que se celebra en el Teide, al Corazón Eucarístico de Jesús. Y la  ofrecí, en primer lugar, por mi Diócesis; pero mis pensamientos y los latidos de mí corazón en aquellos inolvidables instantes de los Mementos y de la Oblación sacrosanta, abarcaban mucho más... ¡la Madre Patria en su augusta plenitud, y en su augusta plenitud, la Raza Madre!...

Y al extender mis brazos suplicantes, después de la Oblación, parecióme que también con ellos abarcaba los dos mundos, y que su sombra se pasaba, mediadora, para atraer gracias del cielo, en representación de los brazos de la Cruz del Gólgota, lo mismo sobre el Palacio Real de Madrid, que sobre la última choza perdida entre las sinuosidades de los Ángeles o en las latitudes antárticas de la Tierra de Fuego!...

XIII

Hacia las siete de la mañana, acompañados del guía, nuestro buen José, nos dedicamos a registrar el cráter con toda minuciosidad. Por todos sus agujeros y grietas, que no son pocas, sale humo y vapor de agua en abundancia, y una temperatura muy elevada, pues en algunos no se puede poner la mano ni un segundo sin quemarse. Aún en su suelo hay sitios en que ni aún a través de la suela fuerte se resiste el pie mucho tiempo.

Mezclados con el humo y vapor de agua, vienen también otros gases y vapores de azufre y de muy distintas especies. Por esto, si por uno de esos agujeros se arroja un fósforo encendido, siéntese en seguida, en aquel y en todos los que están cerca, una especie de fogonazo, producido al infamarse los sobredichos gases. Al rededor de la boca de estas fumarolas, fórmase también una especie de barro de azufre y de otras sustancia» blancas, como cal, salitre, potasa...

Durante la guerra se recogieron y exportaron muchas toneladas de azufre, más o menos impuro, recogido aquí en el cráter, viéndose todavía la tierra muy removida en ciertos puntos. Lo que si se ha exportado siempre y se sigue aún exportando, es la piedra pómez de la Montaña Blanca, en la falda del Teide, de la que antes hemos hablado.

Visto ya el cráter por dentro, nos subimos al borde, que es muy irregular, y que fuimos, en compañía de nuestro guía, recorriendo en su totalidad poco a poco, para registrar a su vez cuanto desde allí se divisaba. La vista inmediata de Las Cañadas y Llanos de Ucanca, con el soberbio semicírculo de montañas, que las limitan hacia el sur, es verdaderamente grandiosa. Y es igualmente grandiosa la impresión que, mirando hacia occidente, produce la vista del Pico Viejo, cráter perfecto y colosal, de menos altura, pero de más amplitud que el Teide mismo, que allá en el fondo de la planicie de Las Cañadas y no lejos del Pico Nuevo se levanta.

Después... la vista general de Tenerife. La ladera Norte, sobre todo, se ve muy bien desde las rocas de Anaga y Punta del Hidalgo, sin interrupción ninguna, hasta el Roque de Garachico, la montañeta de Los Silos y Punta Teno, pasando por Tacoronte, Puerto de la Cruz, Icod... La vista hacia la parte de Icod, desde aquí, desde el Pico, es de las más emocionantes y de las más hermosas. La línea baja sin quiebra ni interrupción ni estribaciones hasta el mar, muy abrupta y empinada primero, y un poco más suave después. Hay una gran zona cubierta de pinares; y más hacia el fondo, los huertos, con sus elevadísimos frutales, y las casitas blancas de Icod, tan diseminadas por toda la ladera, que al acercarse al mar viste también su falda de plataneras, con su precioso color esmeralda claro.

Hacia el sur se ve toda la costa; desde Tamaimo hasta Santa Cruz; pero no muchos pueblos, que por estar situados hacia la altura, quedan escondidos por la cordillera de montañas del primer plano, cuyo pico más alto es Guajara. ¿Detalles? Si quisiera enumerarlos todos, escribiría un tomo más que regular, con la geografía completa de Tenerife.

De las otras islas ninguna se veía esta mañana. La tarde anterior se distinguieron muy bien La Gomera, El Hierro, La Palma, Gran Canaria y Lanzarote. Fuerteventura, según dicen, es la más difícil de ver, a pesar de ser la mayor; pues como es muy baja de perfil y no tiene montañas, queda casi siempre sumida entre las brumas del mar. Las otras islas, en cambio, parecen en ciertos momentos estar como suspendidas por encima de las nubes; y hay que instarle mucho al espectador "que mire alto", para que acierte a descubrirlas. Esto de descubrir las islas, sin embargo, es más bien una curiosidad, pues de suyo no añade gran cosa a la magnificencia de aquel siempre incomparable panorama.

Cuando nos volvimos hacia el Valle de la Orotava vímosle ya cubierto por las nubes. Yo he visto muchas veces las nubes bajo mis pies, desde distintas alturas: pero nunca como desde el Teide. ¡Las nubes quedan allá tan hondas, tan hondas, y en una extensión tan grande!, porque entonces, por lo menos, parecían extenderse, como un nuevo mar del espacio, hasta lo infinito. Y llegaban hasta el pie del monte, adaptándose a su configuración, introduciéndose por sus grietas, y ascendiendo con una majestad indescriptible. ¡No hay pluma ni pincel ni objetivo, que pueda retratar estas grandezas! Y a lo lejos y hacia la izquierda, sobre esas nubes, como una región de ensueño, dibujaba con absoluta claridad y precisión, sin brumas, su característico perfil, la isla de La Palma.

Pasa ya de las nueve de la mañana y sólo dos excursionistas, con nuestro guía, quedamos en el Pico. Para mí tienen siempre estas alturas algo que encadena, como otras muchas veces lo he sentido. "¡Bonúm ets nos hic esse!": ¡qué bien estamos aquí!... ¡Quién tuviera ahora poderosas alas para soltar el vuelo hacia la altura, hacia los espacios infinitos, hacia el altísimo firmamento, hacia el cielo empíreo, y no tener ya que descender jamás!... Pero, ¡conduélate alma mía! que en la "inmensidad" de tu esencia espiritual, como ahora presientes y ambicionas, pueden flotar mil mundos; y tras del breve encierro de "esta cárcel", Dios le ha hecho para volar hasta el infinito. Pues como, mirando hacia la altura, canta un poeta:

Aun esos astros, cuya luz desmaya
Ante el fulgor del alma, hija del cíelo,
¡No son siquiera arenas de la playa
Del mar que se abre a su futuro vuelo!


XIV

A las diez era convenido estar en Alta Vista para emprender el descenso. Y una vez más también ahora se cumplió lo convenido. Hasta la Estación de los Alemanes seguimos bajando a pie: por sitios tan pendientes es muy molesto el cabalgar cuesta abajo, para la bestia y para el jinete. Y aún desde allí, la bajada a caballo se hace, como es natural, bastante más molesta que la subida. Es más rápida, eso sí, y esto consuela.

Durante esta bajada vimos un águila preciosa, blanca en su mayor parte, llamada, al parecer, guirre o "guirrio" por aquí, que evolucionaba majestuosa frente a nosotros. Daba vueltas en el espacio, a bastante altura alrededor del Teide, pero nunca a la altura del Pico, sobre el cual no la hemos visto nunca remontarse. Vimos también otro pajarito pequeño y negruzco junto a nosotros, en la Rambleta precisamente; y nos admiró, porque no sé lo que iría buscando allí, ni de qué se alimentaría, pues ni mosquitos hay ni una brizna de yerba crece. Como no fuese acaso alguna araña... (aunque tampoco las vimos.) O de excursión artística, como nosotros... Abajo en Las Cañadas vimos dos o tres abubillas, siempre con su fúnebre gemido y su aspecto de curiosidad y sobresalto. Y luego, ya más abajo, algún conejo y hasta un par de perdices "pardillas", como por Castilla las llaman, es decir, un poco más pequeñas y menos pintadas, que la perdiz ordinaria.

Desde Las Cañadas tomamos un camino distinto del de la subida, a fin de bajar por Los Realejos. Bien poco después de mediodía estamos al pie de La Fortaleza, de la que ya hemos hablado, Y como hay cerca una fuente, allí se hace alto para almorzar y descansar. El agua, sin embargo, es mejor la que de arriba traemos, casi helada. Son retamas también las que nos dan sombra.

A eso de las dos otra vez en marcha, por el monte de Icod el Alto o de Los Realejos abajo. Este monte, al principio es todo de retamas, pero después poco a poco se va espesando más, y las retamas se convierten en brezos: y entre estos comienzan a abundar mucho las "hayas", como dicen por aquí, que no son hayas propiamente, sino una especie de laurel de hoja más menuda. A ratos este monte se hace verdaderamente encantador y pintoresco.

Joaquín González Espinosa:
El Valle de La Orotava. Ca. 1920
Pero lo bueno de aquí no es el monte, sino la vista "estupenda", que se baja gozando del "estupendo” Valle de La Orotava. Es éste, sin duda alguna, el mejor sitio para contemplarle; y en verdad que todo cuanto se diga es poco. Voy recordando los mejores panoramas que en mi vida he visto y a todos los iguala los supera. La Vega de Valencia, desde el castillo de Sagunto; Barcelona, desde el Tibidabo; Lión, desde La Founbiere; Lucerna, con el Lago de los Cuatro Cantones, desde el Righi. La Vega de Colonia, desde las torres de la Catedral. La de Florencia, desde las alturas de Fiésole o San Miníate, y ni siquiera la que tal vez es superior a todas, la vista de Nápoles desde la abadía de San Martino o desde el Vesubio... El que crea que exagero, que venga también y lo vea. Y no es el Valle solo lo que desde aquí se ve, sino, empalmando con él, toda la ladera de Santa Úrsula a Tacoronte, y hasta los Rodeos, Valle Guerra, Monte de las Mercedes y Punta del Hidalgo...

Y una hora nada menos se baja por el filo de aquel inmenso murallón, que en muchas partes tendrá bastante más de quinientos metros de altura, cortado a pico sobre el Valle, contemplando, cada vez más de cerca, cada vez con más minuciosidad y más detalle, aquel verdadero paraíso. Y, al fin, la vista de Los Realejos al mismo pie del monte colosal, es tan ríente, tan extraordinariamente pintoresca, que no se puede ser más.

Vamos atravesando el también pintoresco pueblecillo de Icod el Alto, en que los campesinos andan en las eras muy afanados con la trilla, que suspenden, sin embargo, para ver pasar nuestra caravana. Ya no nos queda sino apearnos del pedestal: es decir, descender del monte por una senda que, aunque ondulante, en aquella ladera casi perpendicular, es todavía pendientísima. Un poquito más, y atravesamos Tigaiga, en la falda ya, el primer "paguito" (pueblecillo) del Valle. Gracias a Dios que aquí ya es terreno llano... relativamente.

Y allí adelante, a la entrada del Realejo Bajo, nos esperan los automóviles. Son las cinco y media, y nuestros músculos, doloridos por el esfuerzo persistente, y nuestros huesos, con un zarandeo y un molimiento de dos días, bien merecido tienen el descanso.

¡ Qué bien vamos a caer en el automóvil!... ¡Pero es tan placentero y dulce descansar, naturalmente, después de haberse cansado!...

—¡Adiós, José! Adiós, señor Martín! Adiós, adiós... Hasta otra, si Dios quiere.


- o -

El texto de fray Albino fue publicado, antes de su edición en libro, como folletín de la Gaceta de Tenerife, en diez entregas, que comenzaron el 6 y concluyeron el 21 de agosto de 1927. Debo esta información a mi buen amigo don Carlos Benítez Izquierdo, a quien agradezco también las fotografías que me ha facilitado para ilustrarlo.


Películas de alpinismo
 Una ascensión al Teide

Pretendo, al menos, reflejar en el reducido espacio de este artículo, una de las impresiones más profundas de mi vida; la que he sentido al pisar, en unión de un respetable jerarca de la Iglesia católica y de sus ilustres acompañantes, la cresta altiva del monte antaño tenebroso e inexplorado de nuestros abuelos, los guanches; el temido «Ayadirma» o «Echeyde», donde el paganismo situó geográficamente la mansión de sus dioses infernales.

En la mañana del lunes, 16 del actual, un auto hubo de conducirnos al señor Obispo, nuestro  amantísimo padre Albino, al provisor de la diócesis, el sabio doctor Nácar, al ilustrado padre Ibarreta y al cronista, al bello lugar de “Aguamansa”, en el que el acaudalado propietario y distinguido caballero don Fernando Salazar y Bethencourt, organizador de la expedición, tenía preparadas las caballerías que habían de conducirnos al Pico. Durante el trayecto, que fue una sucesión de lo pintoresco a lo grandioso, un tránsito de la belleza salvaje de “Las Cañadas” a la solemnidad de las alturas, hicimos un breve descanso en la cañada de “Los Guancheros”, donde almorzamos espléndidamente. Baste saber que era nuestro amable anfitrión el señor Salazar, que, a su habitual cortesanía, tan propia de su prestancia aristocrática, une la obsequiosidad rumbosa del que se multiplica para atender a los convidados.

Eran las cuatro de la tarde, cuando los de la comitiva estábamos frente al Teide, la imponente esfinge tinerfeña. Parecía que el rey de las mansiones plutónicas dormía en aquellas alturas, casi inaccesibles, como si estuviera seguro de que nadie pudiera arrancar de sus pétreos hombros, el blanco armiño del níveo y regio manto que el Invierno le prepara y la Primavera le viste, ciñendo perennemente sobre su calva milenaria la diadema desportillada de su cráter, símbolo de pretéritas tragedias de un fuego doloroso y purificador…¡Qué pequeño es el hombre y que grande es Dios! Si alguien, insensato, dudara de la primera causa de todas las demás, en presencia de esa magna obra de la Naturaleza, que tan elocuentemente pregona la Divina existencia, reconocería y acataría ésta.

Eran las seis de la tarde cuando llegamos al penúltimo balcón del Teide, a la “Estancia de los Neveros” o reducida llanura de “Altavista”, en cuyo sitio, de descanso obligado, la generosidad de un súbdito inglés, Mr. Graham Toler, construyó una casa para que pudieran pernoctar en ella los viajeros. Desde aquel escalón, que está a más de 3.000 mil metros, pudimos contemplar, admirados, la extensión de “Las Cañadas” y las montañas de rigidez hierática, que dan como guardia de honor al Pico: el Guajara, la Fortaleza, Pico Viejo, etc., mientras que las tristezas y sombras del crepúsculo vespertino daban fisonomía particular al contorno de sus costas.

Nuestro animoso prelado, deseoso de admirar desde aquellas ingentes jocosidades, el ocaso grandioso del sol, no tuvo paciencia para esperar a la mañana siguiente, y, sin descansar un momento, escaló el llamado “Pan de Azúcar”, hasta llegar al cráter, desde el que contempló un espectáculo tan bello, según nos dijo, que fuera en vano tratara yo de describirlo.

      A la temperatura de cuatro grados centígrados pasamos la noche en la citada vivienda de “Altavista”, no habiendo subido el termómetro durante el día más de quince grados. De modo que falló afortunadamente en sus temores, y de ello me congratulo, un queridísimo amigo y penitente mío, cuando, llevado de un buen deseo, que no puedo menos de agradecerle sin embargo, me aconsejaba en la noche anterior que desistiéramos del viaje, por el tiempo Sur a la sazón reinante, nos haría arriba la estancia insoportable.

A1 amanecer del día 17, fecha que será para todos memorable, hicimos la penosísima ascensión hacia el cráter, que coronamos, por la permisión de Dios, felizmente. La visión esplendorosa que se contempla desde la cúspide del Teide, alcanza la plenitud de su belleza incomparable cuando el incendiado sol sube majestuosamente, allá en la lejanía infinita del horizonte, al mismo tiempo que la policromía de sus rayos matinales pone notas de luz y sombra en la tierra y da raros y singulares reflejos a la superficie azul del Océano, ruta de las legendarias y gloriosas aventuras españolas, de antaño y hogaño en el Nuevo Mundo. La isla toda, como de rodillas a los pies del volcán, con su círculo de pueblecitos y caseríos blancos, las crestas de las islas de Gomera y Hierro que hacia occidente alteran la tersa superficie del zafiro del mar, volando, en suma, de acá para allá, nuestra emoción por cima de la soberanía de aquel paisaje encantador, eran cosas nunca vistas en mi vida, ni aún siquiera cuando estuve en el clásico golfo de Nápoles, que reposa alegre y confiado en las faldas, del famoso Vesubio.

Pero otro suceso singular, propio de la piedad episcopal, habría de alterar en breve nuestra atención y nuestro místico recogimiento. En un altar portátil, junto a las paredes del cráter, en medio de las fumarolas volcánicas, que recordaban las humaceras bíblicas precursoras de los cruentos sacrificios, el padre Albino lleno de unción devota y de exaltación mística que a todos nos comunicó celebró en aquella altitud de 3.707 metros otro sacrificio, pero incruento: el de la Santa Misa. Momento solemne y conmovedor para el oficiante y sus orantes y genuflexos oyentes, en que el pontífice de Nivaría, en aquella altísima y natural cátedra, elevó la hostia sacrosanta, consagrada sobre aquella inmensa ara, que se diría pertenecía a una catedral de quimera, que tenía por bóvedas las mismas del firmamento, mientras que el propio Teide rendía pleitesía a Jesucristo sacramentado, incensándole con las vaporosas exhalaciones de su cráter. Aquello ponía en todos nosotros, allá en lo íntimo de nuestras almas creyentes, todas las ternuras del amor místico y la reverencia a la Divinidad, patente en las manos de aquel insigne dominico, investido con la perfección del Sacerdocio.

Renuncio, por la extensión que sin poderlo evitar he dado a este artículo, a seguir refiriendo las peripecias de un viaje tan agradable, el que por singular gesto del señor obispo, debe anotarse con broche de oro en los anales de su pontificado. No dudo sea interesante en el mundo científico el hecho notable de que Humboldt, Buch, el marqués de Villa Antonia y otros geólogos de fama mundial, hayan hollado con su planta la cúspide del Pico nivario; pero no lo es menos que un notable miembro del episcopado español haya tenido la inspiración acertada de celebrar por vez primera en aquella levadísima región, tan cercana al cielo, el santo sacrificio de la Misa, para rogar en ella no sólo por sus hijos espirituales, sino por todos los habitantes de Canarias.

Séame permitido, por último, cumplir con la obligada cortesía de manifestar mi agradecimiento a su ilustrísima, por haber tenido la bondadosa y paternal dignación de invitarme a tal excursión, así como a su organizador, el señor Salazar, que demasiado sabe de cuánto le soy deudor con motivo de tan cautivante y ameno viaje.

Domingo P. Cáceres.
Güímar, agosto de 1927








Fray Albino González Menéndez-Reigada, 
O. P. vii obispo de Tenerife. 1925-1946


A. Benítez: Fray Albino González Menéndez-Reigada
Nació en Corias de Pravia, Concejo de Cangas del Narcea, Asturias, el día 18 y fue bautizado el 19 de enero de 1881, hijo legitimo de José González y González y de Dorotea Menéndez y Fernández, labradores de profundas convicciones religiosas, al parecer cinco de sus hijos tomaron el hábito de la orden de Santo Domingo en el convento de San Juan Bautista de su pueblo natal. Entre estos destacó también el célebre teólogo y profesor de la universidad de Salamanca, fray Ignacio González Menéndez-Reigada.
Ingresó en el citado convento a los quince años, y realizó su profesión religiosa en 1897. Concluidos sus estudios de Humanidades Clásicas y Filosofía y Letras en el repetido monasterio se matriculó en la facultad de San Esteban, en Salamanca, donde cursó estudios de Teología. Se licenció en Derecho Civil y en Filosofía y Letras en dicha universidad con premio extraordinario y obtuvo luego el doctorado, en esas disciplinas, en la universidad Central de Madrid, también con premio extraordinario, al tiempo que comenzaba otros de Derecho. Fue ordenado sacerdote en 1906, cuando contaba veinticinco años de edad, en Valladolid.
Según Alfonso Soriano y Benítez de Lugo [1]:
Habiéndole otorgado su orden el grado de lector en Teología, fue pensionado por la universidad de Salamanca para estudiar en Roma en 1911 y Filología de las lenguas neolatinas en la universidad de Berlín en 1912. Completó sus estudios en la universidad de Friburgo y en otras de Suiza. Su facilidad para los idiomas le permitió expresarse en francés, inglés, italiano y griego, además del castellano y el latín. Tras recorrer diversos países europeos regresó a Madrid en septiembre de 1912, donde colaboró en la revista científica Ciencia Tomista, de la cual, años después, sería director. En 1916-17 fue nombrado por su orden maestro en Sagrada Teología, predicador general y superior del convento de Santo Domingo el Real de Madrid. También en estas fechas sería nombrado, además de predicador de Su Majestad el rey Alfonso xiii, predicador de honor de la universidad de Salamanca. Al mismo tiempo es profesor de Ética, de Filosofía y Derecho en la Academia Universitaria Católica. Por su fama como predicador fue requerido para pronunciar conferencias por toda España, Europa e Hispanoamérica.
El 18 de diciembre de 1924 el Papa Pío xi le nombró obispo de Tenerife y fue consagrado en la catedral de Madrid el 19 de julio de 1925 […]. Hizo su entrada solemne en San Cristóbal de La Laguna, sede de su obispado, el 12 de agosto siguiente […].
El 18 de febrero de 1946, a los sesenta y cinco años de edad, fue nombrado obispo de Córdoba, haciendo su entrada oficial en esta capital el 9 de junio, domingo de Pentecostés, donde permaneció hasta su muerte. Durante los doce años en que fue titular del obispado de Córdoba, destacó fray Albino por la gran labor social que realizó. Falleció, a los setenta y siete años de edad, el 13 de agosto de 1958, y el ayuntamiento de Córdoba le nombró su Hijo Adoptivo en sesión celebrada el 9 de junio de 1950.

Escudo Fray Albino González Menéndez-Reigada


Domingo Pérez Cáceres, 
viii obispo de Tenerife. 1947-1961


José Aguiar: Don Domingo Pérez Cáceres. 1950
Nació don Domingo Pérez Cáceres, en la villa de Güímar, el día 10 y fue bautizado en la parroquia de San Pedro Apóstol el 19 de noviembre de 1892, con los nombres de Andrés Avelino Domingo, como hijo legítimo de don Domingo Pérez Fariña y de doña Juana Cáceres Romero [2], naturales de dicha villa y de la ciudad de Caracas, Venezuela, respectivamente.
A los once años de edad ingresó en el Seminario Conciliar de La Laguna, donde cursó sus estudios. Recibió la tonsura de manos del obispo don Nicolás Rey Redondo el 17 de mayo de 1914 quien le confirió, luego, las Sagradas Órdenes del subdiaconado, diaconado y presbiterado, el 18 de diciembre de 1915, 17 de junio de 1916 y 23 de septiembre del mismo año.
Fue nombrado coadjutor de la parroquia de San Pedro de Güímar el 23 de octubre de 1916 y ejerció el cargo hasta el 20 de diciembre de 1919, fecha en que se le designó cura ecónomo de dicha parroquia. Desde el 9 de junio de 1920 y hasta el 30 de septiembre de 1925 fue cura regente de la parroquia del Salvador de La Matanza de Acentejo y, más tarde, pasó de coadjutor de la matriz de Nuestra Señora de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife hasta el 26 de junio de 1926 en que comenzó a ejercer el cargo de cura ecónomo de la parroquia de su villa natal, siendo nombrado cura párroco propio por Real Cédula de 16 de enero de 1928. Fray Albino González le propuso para deán de la catedral nivariense y tomó posesión del cargo el 2 de marzo de 1935. Fue durante doce años vicario general de la diócesis; arcipreste del distrito de Güímar, examinador prosinodal y párroco consultor. El 28 de abril de 1947, Pío xii le confirió el obispado de San Cristóbal de La Laguna, vacante por traslado de fray Albino al de Córdoba.
Por sus venas corría la sangre de los guanche, figurando documentalmente, entre sus ascendientes, Don Diego, rey de Adeje. A propósito del nombramiento de don Domingo Pérez Cáceres, escribió en la prensa don Dacio Darias Padrón [3]:
Hijo predilecto de su villa nativa, Güímar, este sacerdote ejemplar, de elegante gesto afable, cordial, cortés y comprensivo con todos, desde las clases sociales más altas, hasta las más humildes del pueblo, siempre ha sido su nota más destacada y sobresaliente, el noble ejercicio de la Caridad, aparte la capacidad y aptitud, plena de prudencia, demostrada en cuantos elevados cargos ha desempeñado en la diócesis, desde los recientes tiempos del pontificado de su gran protector, el eminente padre Albino, auténtico prestigio de su Orden y jerarquía, hasta estos momentos. Su piedad y misericordia con los desvalidos de la fortuna, le han granjeado la consideración, el respeto y la estima de Tenerife entero y de la provincia toda […].
Su compañero de estudios y amigo, el presbítero don Sebastián Padrón Acosta, escribió varios artículos de prensa en los que resaltó las muchas cualidades del prelado:
Todos los corazones isleños han recibido con júbilo inmenso la designación del deán de nuestra Santa Iglesia Catedral para la sede episcopal de Tenerife, porque don Domingo Pérez Cáceres, desde hace mucho tiempo, ha venido ejerciendo los ministerios de Doctor, Médico y Pastor de los hijos de Tenerife.
Don Domingo Pérez Cáceres nunca ha querido ser hombre de multitudes, sino hombre de individualidades. Allí donde ha estado el dolor, la necesidad, la angustia, allí ha ejercido siempre su acción bienhechora. En la cárcel, en el Hospital, en el Asilo, en el confesionario. Encendido siempre dentro del pecho el luminar de la caridad, tanto que puede repetir con el apóstol San Pablo, en el capítulo xii de su segunda carta a los Corintios: ¿Quis infirmatur et ego non infirmor? Quis scandalizatur, et ergo non uror? [4]
Hijo Adoptivo de todos los municipios de Tenerife y Predilecto de la provincia en 1948, fue asimismo condecorado con la gran cruz de la Orden de Beneficencia.
Falleció en La Laguna, el día primero de agosto de 1961 y yace sepultado en la basílica de Nuestra Señora de Candelaria, de cuya nueva fábrica fue decidido impulsor.


Escudo Domingo Pérez Cáceres


Notas
[1] Soriano y Benítez de Lugo, Alfonso: Corte y Sociedad. Canarios al servicio de la Corona. [En prensa]
[2] Libro xxi de Bautismos, f. 418. Parroquia de San Pedro Apóstol. Güímar. Fueron sus abuelos paternos, don Pedro Pérez Elías y doña María del Pilar Fariña Cartaya, naturales y vecinos de dicha villa. Maternos, don Timoteo Cáceres, oriundo de Santa Cruz de La Palma, y doña Martina Romero, que lo era de Güímar.
[3] El Día. Santa Cruz de Tenerife, 1 de mayo de 1947.
[4] Padrón Acosta, Sebastián: “El Ilustrísimo Sr. Obispo de Tenerife Don Domingo Pérez Cáceres”. Criterio. Santa Cruz de Tenerife, 18 de mayo de 1947. Véase también, del mismo autor: “El obispado, el palacio episcopal y el nuevo obispo de Tenerife. Canarias”. Canarias. Santa Cruz de Tenerife, 20 de septiembre de 1947  “El doctor Pérez Cáceres, obispo de la Caridad”. La Tarde. Santa Cruz de Tenerife, 8 de febrero de 1952.